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Enciclopedia personal del "bullying" 9 May 2023 5:10 AM (last year)

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P

Preescolar

Es la mañana inaugural de un mes de septiembre y te ves con short rojo oscuro y camisa blanca, el uniforme modificado por tu madre hace una semana para remediar una talla mucho mayor de la que tu cuerpo demanda. Calzas unas botas lustradas, colegiales, y aunque has olvidado cómo llegaron a tu casa, sabes ya que no te durarán mucho, como ha sentenciado tu padre luego de probártelas. Ha sido un amanecer de ritual, tu primer curso escolar. 

Hay una excitación palpable, empiezas la escuela y es un comienzo añorado, porque casi todos a tu alrededor te han convencido de que te gusta estudiar. Aún desconoces lo que eso significa; no obstante, lo intuyes como lo próximo en esta nueva etapa de la vida. Reconocerás pronto tu preferencia por la instrucción, así, a secas, no el estudio. Tal decisión no te la formularás en la escuela primaria, tendrás que asumirla por tu cuenta, con la ayuda de varios consejos útiles que te dará un profesor sensato del futuro. 

Pero es 1977 y entras de la mano de tu madre a la escuela tras una corta travesía, les ha bastado caminar media cuadra para llegar. Estás en un grupo de niños de aspecto similar. Son el centro de las miradas de quienes continúan en grados superiores, un detalle que presagia una tradición previsible cada noveno mes, pues al final, ustedes son los principiantes. 

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"Y siempre música" 4 Feb 2023 1:35 AM (2 years ago)

Hoy me desperté con una canción en la mente. Me pasa a menudo; claro, como a casi todo el mundo. Ya sé que en esta diversa extensión de tierra y agua que llamamos planeta también los hay que pueden vivir sin música y, cuando tienen poder, obligan a los demás a hacerlo so pena de increíbles castigos corporales, cárcel y demás. Pero este recuerdo es puramente personal. 

Admito que tiene que ver con una época específica, la del año en que salió un disco de un hasta entonces desconocido grupo de rock español. Muy lejos de España, en medio del Caribe, uno casi ni se enteraba de la cantidad de acontecimientos por suceder en 1989, así que para qué referirnos al mayor número de canciones que se estrenarían también ese año.

En nuestro caso, si me permiten hablar por mi generación, marcaría el inicio del choque violento con la realidad. Uno aprendería, muy dolorosamente, a comprobar las promesas vanas del discurso oficial y a distanciarse de la imagen más utópica que teníamos del país, todo con la velocidad con que pasarían aquellos doce meses. 

Y sí, había persecuciones, arrestos violentos, presos políticos, amenazas latentes de condenas al ostracismo, pero tal vez como la mayoría de los compatriotas optaba por hacerse de la vista gorda, nadie se enteraba. Todo aquello, como en una canción de Rubén Blades, ocurría en otras naciones centro y sudamericanas. Uno, al final, tenía sus expectativas, las lógicas de la edad. Volver a los 17, cantaría Violeta Parra.

Entonces, en algún lugar del centro de Cuba, en algún radio con señal de FM sonaba aquella canción y uno se quedaba ensimismado. Parecía la banda sonora perfecta para quienes en aquel tiempo empezábamos a decirle adiós a la adolescencia. No lo pensaba, pero suponía que tendría que agradecerle a alguien su osadía al no haber ignorado aquella cinta magnetofónica con un tema y el nombre del grupo que poco o nada le decía.

Años después, cuando trabajé en esa misma radio FM, comprobé -si la memoria no me falla- que al final la dichosa cinta no había llegado por “envío”, la selección que alguien en alguna oficina del edificio de 23 y M del Instituto Cubano de Radio y Televisión, escogía para enviar a provincias; sino que “le había dado entrada” algún antiguo “Jefe de Música”, licencias que se permitían algunos “del interior”. 

Y honestamente le estaré siempre en deuda. Es lo que muchos todavía no entienden, el hecho de que en el contexto cubano, todas esas relaciones/negociaciones/orígenes importan demasiado. Casi nada era absolutamente casual, aunque, por supuesto, uno puede sólo teorizar sobre esto a la vuelta de los años si se mira a la isla desde la distancia. 

Casi un lustro después del lanzamiento del disco, me lo topé en formato CD. Me lo cedió un amigo, que tenía varias amistades allende los mares. Supongo que lo había recibido como regalo, aunque quiero también aventurarme a asegurar que él mismo lo había pedido expresamente, tal vez tras haber escuchado aquellas canciones en cualquier tarde angustiosa en los “montes verdes” donde transcurría su banal existencia. 

Al grupo lo incluimos en un programa nocturno en el que hablamos de las bandas y solistas españoles de finales de los 80, con la poca información que teníamos, que nos llegaba, o lo que es lo mismo, que dejaban pasar. Otro amigo y yo, él bastante mejor informado gracias a colegas y turistas, creíamos que de aquella formación pop-rock ya no quedaba nada, ni nombre ni integrantes ni grabaciones. 

Fue después, en la diáspora, en los inicios de YouTube que me di a buscar aquel tema memorable. Para mi sorpresa, la canción tan influyente décadas atrás se ha convertido con el paso de los años en todo un clásico musical de la época. 

El grupo: La Frontera y su cantante Javier Andreu siguen activos. Aquí dejo el video oficial, por si alguien no los conoce y para quienes los recuerdan. La canción se llama El límite y,  como dije al inicio, hoy me desperté con ella en la mente. 



 

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Historias muy personales a propósito de Pablo Milanés 16 Dec 2022 12:30 AM (2 years ago)


El gran cantautor cubano Pablo Milanés falleció a finales de noviembre en España.Tras leer la crónica de un amigo escritor, me animé a escribir la mía que publicó Hypermedia Magazine:

Estar habituado a algunas redes sociales supongo que ayuda cuando uno, que no ha superado la experiencia de trabajar en una sala de redacción, quiere mantenerse enterado, que no informado, sobre ciertos acontecimientos. 

Sin embargo, en mi caso, las redes han tenido a veces un impacto adverso cuando han sido el único medio por el que primero me he enterado de la muerte de alguna celebridad querida o emocionalmente cercana. Creo que con cada una el luto se lleva de distinta manera. 

Con los cantantes y músicos, me pasa que la primera reacción es ir a YouTube y buscar aquellos temas que me impactaron. Con los escritores, tiendo a buscar o imaginar dónde podría estar aquel libro suyo que leí una vez y que me obligó a procurar sus obras anteriores o a estar pendiente de las próximas. 

La noticia de la muerte de Pablo Milanés me ha zumbado a ese pedazo personal de la memoria en una de las habitaciones del caserón de una pequeña ciudad en el centro de una isla. Una casa, un pueblo, un país que, al menos como yo los conocí, ya no existen. 

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9/11 Im Laufe der Zeit* 10 Sep 2021 10:30 PM (3 years ago)

https://www.tagesspiegel.de/politik/verschwoerungstheorien-9-11-alles-luege/4569196.html

Supongo que desde siempre me hayan alertado sobre el paso del tiempo, sobre cómo a veces lo podría percibir aceleradamente o de manera lenta e imperceptible. Todavía tengo la impresión de que puedo reconocerme en instantes muy específicos de mi pasado, pero es una sensación muy volátil, pues me ocurre que me olvido de muchas cosas en estos tiempos o a esta edad. 

Hace veinte años del 11 de septiembre, tal vez el primer anuncio de que la visión personal que tenía del mundo se iba a hacer añicos, como las torres gemelas del World Trade Center. Por muchas circunstancias, recuerdo exactamente dónde estaba cuando todo ocurría, aunque la dimensión exacta del hecho no la empezaría a apreciar hasta muchas horas después.

Ese día llego a mi oficina del Periódico Vanguardia de Santa Clara, uno de los pocos puntos de la ciudad –y puede que del país– con acceso a Internet. He hecho una “actualización” del sitio web, revisado los emails y en minutos me llamarán para una reunión con un “experto” venido de La Habana. Es un año de muchos viajes y encuentros, me gusta decir que ando atareado en el diseño de una estrategia para la prensa digital en Cuba, (ya sé, la oficialista, la única que puede plantearse semejante proyecto), pero dicho así sería darle un orden, coherencia e importancia a aquellas sesiones que nunca los tuvieron.

La reunión con el experto habanero apenas puede comenzar tras el recibimiento y las palabras iniciales, ni siquiera llegamos a sentarnos en la oficina del director, ese lugar tan tedioso e impersonal que luego denominaré como la cámara de torturas; sin embargo, es septiembre de 2001 y aún me quedan unos gramos de optimismo. En mi mente todavía ronda el pensamiento de que pronto se cumplirán 14 meses de la muerte de mi madre, no tengo espacio para mucho más.

Justo antes de entrar, el experto ha recibido una llamada de la capital, de alguien probablemente encargado de un medio digital mil veces mejor equipado que el nuestro, en la que le han dicho que un avión ha impactado contra un edificio en Nueva York.

Volvemos entonces a mi oficina sin ventanas o con ellas, pero cubiertas por grandes cartulinas que alguien puso para justificar el uso de un aire acondicionado. Es una chapucería de las típicas de mi país, pero al menos el tapiado temporal ha servido para sostener el cartel de Sin Aliento, que mi amiga Adriana trajo de Londres y que nunca usó para decorar la casa que alquiló en La Habana. De modo que Belmondo, quien nos dejó hace unos días, y Jean Seberg han sido mis acompañantes durante los meses pasados y al menos lo seguirán siendo hasta inicios del 2004.

Me conecto. Es una actividad hoy casi olvidada, los ruidos característicos de la conexión vía módem. No creo que haya tenido una concurrencia tan nutrida como la de esa mañana y eso que el resto de los colegas del semanario no tienen la más mínima idea de que ha ocurrido algo tan tremendo. Voy a la página de la CNN, entonces una de los más populares a la hora de buscar información rápida. Colapsada. Nunca antes me ha ocurrido algo similar, es también la primera vez que podemos apreciarlo en tiempo real. Por un instante, como en el día de la visita de Juan Pablo II a Santa Clara en 1998, me siento una persona que vive “dentro” del mundo.

Cambio rápidamente a El País y aparece entonces una nota que intenta resumir lo poco que se sabe hasta ese momento. Se trata de una historia que se va a alargar durante ese día y los siguientes y que seguirá contándose, desentrañándose y hasta falseándose durante los próximos veinte años.

A pesar del shock inicial, de cierto sentimiento de tranquilidad al pretender saber qué ha ocurrido, las “actividades programadas” se retomaron. Nos reunimos y hasta tengo el recuerdo de que resultó una conversación algo productiva. Tal vez me engañaba pensando que era parte del aprendizaje, de las responsabilidades de un puesto nuevo. Al terminar y despedir al experto, algunos colegas comentaban la emisión del mediodía del noticiero televisivo. La historia ahora incluía dos aviones para aumentar nuestra curiosidad e ignorancia.

CNN seguía imposible, así que buscaba informaciones en otros medios. Surgían datos nuevos sobre el ataque, especulaciones. Por la tarde, noche en Europa, los amigos que vivían en esa parte del mundo se asomaban al Messenger de Hotmail para compartir lo que habían visto en los telediarios de sus países. Si alguna vez me había cuidado de que la ventanita del socorrido software no se mostrar en pantalla para no azuzar la inclinación perversa de algún visitante inesperado, ese día me tenía sin cuidado. Los acontecimientos, hubiera dicho como justificación y le habría echado toda la culpa posible a la noticia. “Aquí acusan a un tal Bin Laden” me aclaraba una amiga desde Lausana. Tendré que hacer algunas búsquedas, pensaba yo, seguro de que no me sonaba el nombre de tan macabro personaje.

Me gustaría decir que llegó la hora de salir, que revisé el sitio tras la última actualización, apagué la computadora y dejé el periódico en bicicleta calle Maceo abajo rumbo a Villa Josefa, pero sólo estaría relatando la secuencia de eventos de un jornada normal de trabajo. ¿Cómo se mide la normalidad?- pienso ahora que ha pasado tanto tiempo.

Cuando llegué a casa de mi cuñada, mi sobrino –que ya me supera en altura y en el largo del cabello- jugaba tranquilamente en su cuna. A esa hora, el suceso dominaba todas las conversaciones y las imágenes iban saliendo, enfocadas en el impacto del choque del segundo avión contra la estructura de una de las torres; eran parte del arsenal fílmico que se iba integrando a la memoria en un esfuerzo intelectual para comprender la intensidad del hecho, su significación, su relevancia, como si tal cosa fuera posible aquella hora.

-Las dos torres ya se desplomaron- me dijo alguien.

Ahora me parece que escucho nuevamente esa frase con sorpresa, pero sin aprensión. Vuelvo la vista y han pasado dos décadas. 

* Al cabo del tiempo

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Cuba en las calles, 11.07.2021 15 Jul 2021 5:05 AM (3 years ago)


Los cubanos salieron a las calles a protestar contra la asfixia colectiva, a mostrar espontáneamente los deseos de un mejor país. Se vive en la isla una situación más que difícil agravada por el COVID y las desastrosas políticas económicas que el gobierno ha implementado desde el 2020. 

Las protestas fueron el resumen de un año en el que la represión y la torpeza gubernamental han minado la confianza del pueblo en quienes los dirigen. A propósito me incluyeron en una selección de opiniones para Deutsche Welle, leer aquí. 

Muchas imágenes han circulado sobre las protestas del pasado domingo 11 de julio. En lo personal me impactó particularmente una y me motivó a escribir esta crónica para Hypermedia Magazine. Leer aquí.



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Memorias de la pandemia (8) 8 Jul 2021 4:29 AM (3 years ago)

Palacio de Schönbrunn

Tal vez a principios de 2021, la diferencia más notable respecto al año que dejábamos atrás fue que aumentó la disponibilidad de tests del COVID en Austria. El gobierno apostó por la estrategia de chequear al mayor número posible de sus ciudadanos, como medida para controlar el contagio. Según fueron levantando las restricciones, la evidencia de un resultado negativo se hizo imprescindible para acceder a algunos de los servicios que reabrían para así darle al país un cierto aire de normalidad.

Con rapidez se habilitaron los llamados Centros de Análisis (Teststraße) a los que se podía llegar en auto o a pie para hacerse la prueba del virus. A uno de ellos, en la antigua Orangerie del Palacio de Schönbrunn, acudí un par de veces por su cercanía a mi casa; pero también por el incentivo adicional que implicaba el entrar en una de las antiguas salas de la empleomanía del Imperio Austrohúngaro.

Los Centros sorprendían por su organización, la rapidez con que tomaban la muestra de tu nariz y la disciplina de todos los que estaban, como uno, esperando un desenlace optimista para continuar con sus vidas.  Tal vez, como ya llevábamos varios meses de limitaciones y medidas de contención, quienes aguardábamos en uno de los grandes espacios de la antigua Orangerie lo hacíamos con resignación y parsimonia.

Una de las visitas a la Teststraße la hice con mi esposa. Ambos necesitábamos la prueba para un acto más bien mundano, el de llevar a nuestra hija a la única peluquera en Viena con la que consiente en cortarse el cabello. Llegamos, nos separamos en la mesa donde comprobaban nuestros datos y luego seguí hasta la otra donde uno de los sanitarios me haría el ya familiar test.

Luego pasé a otra sala de espera y me senté cerca de la puerta para saber cuando mi mujer apareciera. Sin embargo, ella demoró más de lo habitual. Sucedió que el paramédico, luego de tomar la muestra, no atinó a ponerla en el tubo de ensayo y tuvo que pedirle disculpas a Helena y enviarla otra vez a que otro de sus colegas repitiera el test. Y ella, disciplinada al fin, volvió a la mesa inicial y al final de la cola que formaban quienes habían llegado después de nosotros.

Nada de esto sabía yo, que ya andaba preocupado, pensando en cómo reaccionarían los ordenados trabajadores de la salud de la Orangerie ante un caso positivo. Me venían a la mente los escenarios más exagerados, como si estuviera en una película norteamericana de serie B. Se me aparecerían dos o tres miembros del personal enfundados en los trajes protectores y me informaban que el test de mi esposa había dado positivo y que debía de acompañarlos.

Me imaginaba la incertidumbre de los demás que esperaban en la sala, tal vez la cara de pánico en alguna viejita de esas vienesas tan estereotipadas y la de perplejidad de cualquier otro espectador quien estaría cuestionándose si la distancia que habíamos mantenido antes de llegar a la sala de espera había sido la correcta.  

Por fin apareció Helena, casi a tiempo de saber el resultado de mi test y de que me tocara abandonar el salón. Pensé en cómo sería la actividad en esa zona del antiguo Palacio Imperial en un día cualquiera del verano de finales del siglo XIX. Mientras los emperadores y los miembros de la corte pasearían en los amplios jardines o debatirían sobre las posiciones lejanas del dominio austrohúngaro, los empleados andarían en su ajetreo habitual. ¿Cómo habrían sobrevivido a una pandemia?

Helena salió y me relató toda su aventura previa. Por suerte ambos habíamos recibido nuestros resultados negativos y al día siguiente podíamos hacer la prometida visita al Salón de la diestra Denise en el Distrito 18.

Según pasaron las semanas la estrategia del gobierno austríaco continuó centrada en la disponibilidad de pruebas del virus. El uso de mascarillas continuaba siendo obligatorio y -aunque sea una realidad que aterre a los antivacunas y propagadores de las teorías conspirativas sobre el COVID-19- uno ya se había acostumbrado a su uso. Los tests ahora estaban disponibles en las farmacias, por lo que no había que trasladarse a los antiguos dominios de la corte imperial o se podían comprar en algunos supermercados, realizarlos en casa a través de un sitio web, depositarlos en buzones habilitados para ello y esperar 24 horas por el resultado.

Mi mujer prefirió este método. Cada vez que le era necesario trasladarse hacia la oficina en el centro de Viena, se ocupaba el día antes del ritual del Gurgeltest. A mí me gustaba más la alternativa de la farmacia. Iba a la más cercana a la casa, esperaba por que saliera el paramédico y en 10-15 minutos recibía el certificado impreso de los resultados de la prueba.

Desde el 1ro de Julio el Gobierno Federal ha levantado algunas restricciones en el país, aunque el ayuntamiento de Viena ha sido más cauteloso. Todavía quedan algunas, como por ejemplo la necesidad de mostrar los resultados negativos de un test como condición previa para a entrar a restaurantes, atracciones y museos.

He ido unas cuantas veces a la Farmacia de la Spinnerin am Kreuz en la Wienerberg Strasse, en la que siempre me recibe un sanitario amable, pero con la expresión de alguien que luce agotado, ya sea por lo repetitivo de su labor o porque -como todos- no ve la hora de que la vida retorne a la verdadera normalidad, si es que tal objetivo será posible en 2021. Hablamos poco, lo normal en estos casos cuando no eres el único cliente y detrás de ti esperan otros también impacientes y preocupados, pero tengo la impresión de que ya nos conocemos.

No creo que él me recuerde porque como la farmacia queda en el camino de casi todas mis rutas cotidianas, todos los días compruebo que hay muchos interesados; aún así le agradezco que siempre me entregue la página impresa con mucho optimismo, como si el resultado fuera un auténtico alivio para la ansiedad y no un requerimiento para proseguir con cualquier actividad de las más terrenales del día a día.

Es cierto que algunas veces sí llegué con incertidumbre.  Ha sido un año en que la omnipresencia del virus nos ha hecho dudar de lo que en otras épocas eran resfriados de temporada. Pero al final, supongo, el paramédico se limita a realizar el test y a protegerse lo mejor posible en caso de que alguno de quienes lo visitan se confirme como portador del virus, por lo que no le hace demasiado caso a la cara que traigas. 

Si en los inicios se impuso la protección, el afán por cumplir con las medidas para evitar el contagio, un año después prima la necesidad de mantenerse saludable, lo que en estos tiempos se traduce como "libre de COVID-19". Por suerte el programa de vacunación avanza y en una semana me toca la segunda dosis. Uno trata de mantenerse al tanto de las nuevas variantes del virus, atento a las cifras de contagio, aunque también quiera convencerse de que el cierre de este capítulo infernal llamado pandemia está cada vez más cerca.

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Memorias de la pandemia (7) 22 Dec 2020 3:25 AM (4 years ago)


Pasó el verano. Mientras unos hacían planes para viajes internacionales en medio de la pandemia, nosotros otra vez más, disciplinadamente nos preparábamos para pasar la temporada en casa. Como en otros años hubiéramos preferido la playa de Muchavista en el litoral de la Comunidad Valenciana, pero de España continuaban llegando malas noticias sobre el control del virus y además, aventurarse fuera de las fronteras austríacas suponía demasiado agobio. 

Tras el confinamiento de primavera, agosto parecía sugerir que ya habíamos superado todo: el virus, su trasmisión, su peligrosidad. Una de las madres del Kindergarten de mi hija preguntaba por lugares para visitar en Austria, para luego quejarse de la tradición veraniega nacional de hospedarse cerca de un lago, cuando ella prefería el litoral turco del Mediterráneo, que en su opinión nunca podría compararse a la oferta local.

Para nosotros las opciones se centraron en la piscina del Währinger Park. Llevábamos desde el año anterior preparando una mudanza para un apartamento nuevo en un nuevo proyecto arquitectónico de la ciudad de Viena, en otro distrito diferente; pero la emergencia sanitaria del COVID-19 había atrasado las obras, la terminación del edificio y la entrega de las llaves. Nuestro contrato de arrendamiento terminaba en agosto; sin embargo, nuestra casera nos permitió quedarnos hasta que nos concedieran la otra vivienda.

Las visitas a la piscina del parque también sugerían que la vida ocurría en otra burbuja. Parecía no haber peligro. Si bien este verano habían limitado la entrada de bañistas, una vez dentro todos lucían más relajados. No había razón para juzgarlos, la mayoría eran padres como yo, que habíamos pasado el primer confinamiento con dificultad al tener los pequeños en casa sin muchas opciones, toda vez que las áreas de juegos estuvieron cerradas. De modo que supongo que todos agradecíamos cómo se divertían los niños en el agua.

Mi hija, que el año anterior había preferido caminar por el borde de la piscina intentando arrancar las piedrecitas de las lozas, parecía haber descubierto las bondades de la alberca. El agua continuaba fría, como en todos los veranos vieneses, pero ella había superado la curiosidad y sus propios temores y viéndola sorprenderse de la aparente inmensidad de la piscina del barrio, uno hasta se sentía complacido.

Se hablaba poco del virus o se atenuaba un poco su mortalidad, digo yo. Los restaurantes habían abierto, las máscaras seguían de uso obligatorio en el transporte público y de cuando en cuando alguien predecía que la temporada otoñal sería difícil.  

Antes del receso veraniego los padres del Kindergarten habíamos vivido varios días angustiosos ante la espera de resultados de la prueba del virus en otras familias. Todos dieron negativo, pero luego de la vuelta a las actividades se repitieron escenas similares: llegaba un email de los administradores de la guardería con noticias sobre una familia que, debido a los síntomas, había decidido hacerse la prueba del COVID. Y luego a esperar 24, 48 horas hasta que estuviera un resultado.

No sé cómo calibrar la respuestas de los niños ante la situación derivada de la pandemia, sobre todo en los más pequeños. La mía no parece entender mucho la razón del por qué ha habido cambios. Siempre nos habían dicho que antes de los tres años convenía mantener un ambiente estable, pocas variaciones en el día a día, así que uno procuraba seguir la receta de la rutina inamovible. Es que se avecinaban mudanzas grandes: cambio de casa, cambio de guardería, despedida de los ya muy queridos primeros amigos.

Me gusta creer que ella se ha adaptado a todo, porque alguna vez leí sobre la capacidad de adaptación de los más pequeños en estudios que aludían a situaciones muy estresantes, como guerras y desplazamientos forzados. De todas formas, le agradezco enormemente su adaptabilidad. Sus padres, luego de haber resistido también jornadas de mucho estrés, lograron negociar un último día en el Kindergarten que iba a coincidir con el de la mudanza. Idealmente lograríamos trasladar todas las cosas antes de que terminara su jornada en la guardería, pero cuando uno va a cambiarse de casa es cuando descubre que ha acumulado tantas objetos que apenas tras colocar los primeros tarecos en el camión de la mudada, se convence de que no va a terminar en un día. Algún ser más organizado habrá por ahí, seguro, alguien que tal vez lea esto.

Cuando mi pequeña y su madre llegaron a casa, todavía estábamos por terminar de poner todas las cajas en el nuevo apartamento. Ella notó la gente extraña, pero no reaccionó con el temor acostumbrado. Ya le habíamos dicho que tendría una casa nueva y por suerte habíamos podido poner todas sus pertenencias en su nuevo cuarto, así que se quedó tranquila, jugando, inspeccionando el espacio.

Una semana después de la mudanza decretaron en Austria el Segundo Confinamiento.

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Memorias de la pandemia (6) 28 Jul 2020 1:21 PM (4 years ago)

“Nueva normalidad” es una frase que ha sido acuñada en estos días de COVID-19. Se refiere al impacto de las medidas adoptadas en los inicios del confinamiento, que alteraron el ritmo normal de vida que teníamos hasta entonces. Como la enfermedad no nos ha abandonado, la precaución y algunas regulaciones han seguido siendo parte de la cotidianidad. Y entre estas, la más visible es la relativa al uso de las mascarillas.

En Austria, creo que nos hemos acostumbrado a llevarlas sin muchas complicaciones. Sé que también hemos tenido “protestas” de ciudadanos que alegan que el virus es un invento y que las órdenes decretadas por el gobierno del Canciller Sebastian Kurz son un experimento para coartar las libertades y derechos de los habitantes del país. Sin embargo, luego de las manifestaciones de inconformidad, la gente ha seguido disciplinadamente con las recomendaciones de las autoridades.

Al principio, porque ya podemos hablar de un estado inicial en esta pandemia tan extensa, las máscaras o la protección para nariz y boca, como advierten los carteles y anuncios públicos en alemán, eran necesarias en casi todos los lugares. Luego hemos vivido un par de semanas de cierto relajamiento en las que sólo fueron obligatorias en el transporte público. Y justo el pasado viernes 24 de julio, se volvió a imponer su uso en supermercados, tiendas oficinas de correo y bancos.

Me acuerdo que a inicios del 2020, cuando el virus sólo “ocurría” en China, había visto a algunos en Viena llevando las ya tan inconfundibles mascarillas desechables azules o verdes. Curiosamente, casi todos estos pioneros en el uso de la protección eran asiáticos. Y si mis primeras reacciones fueron de tildarlos de exagerados, con la llegada del virus y su avance me he dado cuenta de ponerse lo que ahora en Cuba llaman nasobuco, es también una cuestión cultural. En China, Japón, Corea y varios países del Sudeste Asiático, desde los brotes peligrosos de SARS o Gripe Aviar, es común ver a personas llevándolas incluso en días en los que no hay ninguna amenaza de epidemia.

Es cierto que en las primeras semanas del confinamiento los expertos sanitarios, los especialistas y los políticos no lograban ponerse de acuerdo sobre los beneficios de las mascarillas. Unos recomendaban su uso y al día siguiente aparecían los demás para señalar la poca evidencia de que protegían contra el virus. Mientras en algunos países donde no era obligatorio taparse la boca y la nariz los casos aumentaban, en otros, como en la vecina Eslovaquia, donde todos llevaban sus vías respiratorias cubiertas, el virus estaba mejor controlado. Creo que fue el detonante para que al fin muchos se convencieran de que efectivamente las máscaras limitaban el contagio.

Antes de que volvieran a decretar el uso obligatorio ya estaba adaptado a ponerme una de las de tela, que compramos a una firma local, conocida por sus coloridas ropas para niños. Como debía llevarla en el transporte público, hubo días que salí de casa con ella puesta para hacer el trayecto mañanero hasta el Kindergarten de mi hija. Allí los padres nos saludamos todavía con mascarillas y procedemos de uno en uno a dejar a los pequeños en la Sala de Juegos. Luego el camino de vuelta en tranvía, lo hago sin necesidad de quitarme la pieza de tela y si tengo planeado seguir hacia un supermercado, pues entro al establecimiento como en los días iniciales del encierro.

Cualquiera pensaría que los demás, conscientes de que no hay necesidad de llevar protección para hacer las compras, reaccionarían primero con estupor o sorpresa y luego con reticencia y hasta con genio, porque en definitiva este (o sea yo) entra enmascarado para alardear de disciplina y verminofobia y condenarnos al resto por irresponsables. Sin embargo, en realidad nadie me ha hecho el más mínimo caso.

Aunque muchos auguraban un caos que arrasaría con las libertades individuales y aunque otros siguen renuentes a dar su brazo a torcer en el tema de las máscaras, concluiría que nos hemos adaptado a llevar protección. Me han sorprendido desde los niños con tapabocas coloridos, hasta los más ancianos con las habituales verde-azules sintéticas.

En uno de mis trayectos diarios me entretuve mirando a una abuela de lentos ademanes que bajó del tranvía y mientras quienes viajábamos dentro esperábamos porque el semáforo cambiara, ella caminó hacia uno de los bancos de la parada. Luego se sentó, se quitó su máscara, la dobló cuidadosamente y la guardó en un sobrecito de celofán que fue a parar a la cartera que llevaba. Creo que pocos le han dado el valor a este objeto, que ya puede usarse como referencia del 2020, como lo hizo aquel día la anciana vienesa.

Tampoco hay que enfrascarse en una investigación muy rigurosa para determinar cuántos las aprecian, pues basta una simple caminata por el barrio o por otros colindantes para tropezarse con máscaras abandonadas en las aceras, cunetas, jardines, parques infantiles o sitios inalcanzables para los recogedores de basura; en los que, a juzgar por la pérdida de sus colores originales, uno se atrevería a decir que languidecen allí desde el mismo inicio de la pandemia.

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Memorias de la pandemia (5) 5 Jul 2020 10:39 AM (4 years ago)

Cuando un suceso determinado tiene una duración muy larga, la aproximación informativa que hacen de él los medios de prensa tiende al aburrimiento y al desinterés. Aburre, porque el impacto de la revolución digital y el ciclo noticioso de 24 horas, sobre todo en televisión, ha creado en muchos la falsa percepción de que los informadores abren y cierran los eventos, o sea que presenciamos el inicio y fin de cualquier cosa que ocurre siempre y cuando lo televisan. Y como el COVID-19 todavía no tiene fecha para cuando acabar y quienes lo reportan tampoco saben a ciencia cierta cómo terminarán estos días de pandemia, se hace difícil mantener el interés en un recuento diario de contagios, decesos o en medidas extraordinarias para evitar ambos.

En Austria, donde el gobierno decidió rápidamente decretar el confinamiento, la cifra de fallecidos se informaba al detalle en las primeras semanas. Aunque no eran mencionados por sus nombres, sí aclaraban algunos datos, por ejemplo, la edad y si tenían padecimientos previos que el virus habría tornado letales. Sin embargo, tal balance sólo era posible aquí, donde a pesar de que los infectados aumentaban según pasaban las horas, las muertes no se dispararon como en otras naciones que en esos días eran prácticamente el epicentro del virus, la vecina Italia, por mencionar una.

No obstante, mientras el virus se expandía por todo el mundo y añadía más cifras de contagiados, resultaba difícil seguir los recuentos diarios de estas por su propia naturaleza abrumadora. Y como casi no abundaban historias personalizadas, conocer a diario el número de muertos, lejos de asumirlos como evidencia de la fuerza letal de la enfermedad, creo que terminaba por inmunizarnos contra la empatía. Morían miles de personas todos los días, pero apenas lo interiorizábamos aunque formaran parte de la dimensión exacta del impacto del virus.

La trasmisión del COVID-19 seguía imparable, a una velocidad que impedía detenernos a pensar en quienes no habían logrado superar al virus, esos que también eran padres, hijos, abuelos o parejas de alguien. Todos quedaban reducidos a un número que apenas nos asombraría, pues era muy probable que al día siguiente hubiera aumentado desproporcionadamente.

Se podría afirmar que el virus deshumaniza a la vez que contagia, pues los enfermos solamente alcanzan notoriedad si sobreviven. Mientras tanto, los muertos siguen añadiéndose a una masa amorfa, a un ejército de zombis, pues dejan de respirar y –al mismo tiempo- tal parece como si no hubiesen fallecido, pues por ejemplo, a los familiares no se les permite vivir el duelo de la manera tradicional, lo que le da otra dimensión muy terrible a estos días de contagio universal.

Sin duda, echamos en falta muchas historias personales del COVID-19, precisamente debido a la presencia del virus, pues las restricciones y los confinamientos no han ayudado mucho a los periodistas que debían y querrían reportar la impronta del virus más allá de las cifras de contagiados y muertos. Muchos comunicadores han tenido que hacer su trabajo desde casa, como casi todos los demás mortales; y por cumplir con las medidas dispuestas por las autoridades de cada país, se han visto obligados a desestimar la posibilidad de moverse hacia los sitios en los que la enfermedad se ha cobrado más vidas como centros de salud, hospitales y residencias para ancianos.

Sin embargo, las redes sociales han ayudado un poco a devolverle la identidad a quienes no superaron al Coronavirus. Me consta que el Twitter cada día aparecen tweets o hilos que relatan al menos sucintamente, la existencia anterior de los fallecidos, su paso por este mundo que el 2020 detuvo por medio de una enfermedad antes desconocida. A los familiares y amigos les será difícil sobrellevar las ausencias, como es lógico, a pesar de los homenajes en la red, esos en los que la promesa del recuerdo eterno parece ser la opción más socorrida.

Y creo que los números, las cifras totales de contagios y muertes siguen sobrepasando a las de quienes han sido sacados del anonimato. Mientras escribo, se ha reportado que los contagios por causa del COVID-19 ya suman más de 10 millones de personas. La cantidad por sí sola debiera asustarnos si pensamos en el alcance de la pandemia. Sólo poco más de 80 países de los más de 200 que están reconocidos en nuestro planeta, cuentan con más habitantes que el total de infectados con el Coronavirus.

Mientras tanto, los políticos –sobre todo los que alardeaban de poder contener cualquier crisis, excepto una de este tipo que los ha dejado bastante mal parados, apenas prestan atención a los números de los que fallecen. Así resumen su estrategia para no cargar con la culpa, pues mientras más impersonal sea el conteo, más fácil será convencer a quienes votan de que ante una calamidad insospechada como la que ha producido el Coronavirus, ellos han actuado “bien”.

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Memorias de la pandemia (4) 19 Jun 2020 4:12 AM (4 years ago)

ESVOC/IPVCE Ernesto Ché Guevara en Santa Clara, Cuba. En primer plano las piscinas
(sin agua desde hace años), al fondo el Gimnasio y a la izquierda el Policlínico.
No deja de ser curioso que vivir situaciones extremas, como esta del COVID-19, en la que uno de pronto se encuentra sin muchos recursos para hallar una salida expedita, nos haga reflexionar sobre experiencias pasadas. Tal vez la comparación busca restarle impacto al shock, pues no hay duda de que al final el virus no es ni la única pandemia que hemos vivido, ni la referencia a una tragedia descomunal que amenaza con destruir todo lo conocido, por muy espeluznante que parezca.

En mi adolescencia nos tocó vivir otra, la del SIDA, hecho que muchos han citado cuando se refieren a la actual emergencia sanitaria por el coronavirus. Y hasta me resulta familiar, no porque en aquellos años de VIH y pruebas masivas, confinamiento forzado a los pacientes cubanos, burlas, historias aterradoras sobre auto-inoculación, el miedo fuera menos palpable que en estos meses del 2020, sino porque viendo aquellos reportajes sobre la enfermedad fue cuando por primera vez escuché mencionar la palabra pandemia.

La incorporaría completamente a mi léxico tiempo después, en pleno Período Especial, cuando un amigo, colega de la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana, decidió hacer su tesis de licenciatura sobre el Sanatorio de Santiago de Las Vegas. Ya estábamos en los años 90 y estos no se había iniciado con eventos menos trágicos, pero la década anterior nos había dejado un compendio bastante amplio de sucesos nefastos. La masacre de Jonestown, Bhopal, el terremoto de México y Chernobyl son algunos ejemplos que, me atrevería a afirmar, quedaron en la memoria colectiva, aunque nos enteráramos en detalle muchos meses o años después leyendo Sputnik o alguna otra publicación soviética. Y tales lecturas siempre nos mostraban que el mundo era muy frágil y que la vida de cualquier humano podía apagarse en un minuto por cualquier motivo de fuerza mayor.

De adolescentes vivimos epidemias más banales, incómodas, pero no letales, como la de escabiosis y pediculosis que se desató en la entonces Escuela Vocacional de Santa Clara. He tratado de rememorar cómo comenzó, pero mi me memoria me ha fallado estrepitosamente. Sé que tal vez se activaría si preguntara a alguno de los compañeros que vivieron también aquellos días, pero ello implicaría romper el boicot personal a Facebook. En la semanas que he estado ausente de la red social he podido leer un par de libros que hacía tiempo deseaba terminar, cuyas historias me han llevado a descubrir personas reales desconocidas, con vidas extraordinarias. A algunos de mis amigos de Facebook los quiero un montón, pero sé que no son tan eficaces como para imponerse sobre la nube de ruido, comentarios y memes que el algoritmo escoge, para presentártelos e intentar convencerte de que son en realidad lo que te interesa.

Pero volviendo a mi epidemia banal, hay varios momentos que sí recuerdo con más nitidez, como por ejemplo, regresar del pase y que los ómnibus en lugar de dejarnos en el sitio habitual de todos los domingos, lo hicieran en los escalones de la Dirección Central, donde un grupo de profesores nos revisaría la cabeza buscando piojos o liendres. Tal vez durante los primeros días, los infectados irían a parar al Policlínico de la escuela, en el que uno podía quedar ingresado como en cualquier hospital de la ciudad; pero a medida que el contagio se hizo evidente, estaba claro que las salas de ingreso no iban a dar abasto.

A la de los “habitantes en el tejado” le siguió otra enfermedad igual de mundana: la escabiosis. Tampoco me acuerdo cómo llegó a propagarse tan rápido, si coincidió con una de aquellas temporadas en las que la Vocacional se quedaba sin suministro de agua, a pesar de contar con un imponente depósito: un tanque elevado que como un hongo gigantesco, parecía vigilar las seis unidades estudiantiles. Lo cierto es que el número de contagios aumentó exponencialmente hasta que fue necesaria una solución espeluznante para librarnos de todo mal.

Supongo que nos informaron sobre el proceso, como hacían cuando se aproximaba algún evento que implicaba a todos los alumnos. Me imagino también que, a pesar de las explicaciones, debimos de haberlas tomado con la despreocupación propia de la edad. No había otra manera para adolescentes saturados de discursos sobre responsabilidad y disciplina.

Entonces llegó el día del ritual purificador. Debíamos esperar en fila con nuestra ropa colgada en percheros mientras fumigaban los albergues, nuestras camas y taquillas. Las filas terminaban en unos camiones enormes, propiedad de las Fuerzas Armadas, en los que nuestras pertenencias serían rociadas al vapor con un desinfectante.

Luego deberíamos volver al albergue y desnudarnos hasta quedar en ropa interior y así pasar al área de las duchas, donde alguien nos fumigaría también, como si fuéramos ejemplares de un cultivo priorizado que estaban siendo atacados por plagas. El equipo de fumigación era bastante similar al que había visto en reportajes sobre la agricultura en la TV o en casa de unos parientes que vivían en el campo, muy cerca del mismísimo centro de Cuba.

Nos rociaron con un líquido blanquecino, pastoso, uno de los profesores de la Unidad, ante quien, uno a uno, nos tuvimos que bajar los calzoncillos para que aquella mezcla se pegara en nuestras partes más púberes. Ahora no recuerdo si las niñas del aula nos relataron su experiencia en los mismos términos. Tal vez sí, al final ha pasado mucho tiempo.

Luego hubo que esperar un par de horas con la solución medicinal seca en el cuerpo, hasta que nos indicaron que podíamos pasar a las duchas, esta vez para limpiarnos de aquella mezcla.

Tiempo después, mientras veía La lista de Schindler, la escena de la llegada a Auschwitz me trajo de vuelta a aquel día de mediados de los 80 en la ESVOC. Claro que no hay comparación posible en las reacciones de aquellas pobres mujeres judías y la nuestra. Sin embargo, viendo el filme por primera vez no pude dejar de pensar en nuestra experiencia aquella mañana de 1984 o 1985, cuando nosotros, los alumnos de la élite escolar de la provincia, éramos conducidos a la purificación obligatoria por habernos tornado una masa impersonal de piojosos y sarnosos.

 

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Memorias de la pandemia (3) 26 May 2020 12:37 AM (4 years ago)


Llevaba tres semanas de confinamiento y seguía aislado del Facebook, pero encontraba en los medios de prensa alternativos y ciertos blogs personales un curioso aliciente en medio del bombardeo informativo. Suponía que mis amigos y conocidos seguían compartiendo en las redes historias horripilantes sobre el origen del virus y sobre lo que ocultaban los gobiernos de los países en los que vivían con el pretexto de contener el contagio. No los culpaba, no podía, pues uno no necesitaba conectarse a Internet para escuchar el recuento pormenorizado de cualquiera de estas teorías.

Un sábado en que la sesión de la mañana con mi hija en el parque me había dejado más cansado que de costumbre, decidí tomar el tranvía para dirigirme al supermercado donde haría la compra de la semana. Hasta ese día siempre había ido y vuelto a pie, en plan de ejercitar las piernas para compensar las semanas en las que no había salido a correr. En Austria nunca prohibieron las salidas para hacer deportes individuales, pero siempre temí que el día en que lo hiciera yo, iba a tener un encuentro desagradable con la policía local. Eran mis reacciones lógicas al cambio que suponía la pandemia, me decía, pues en mis 6 años de vida en Viena nunca me ha parado un agente del orden ni siquiera para aclararme que los semáforos peatonales no se cruzan en rojo.

En el tranvía 42 el trayecto desde Währinger Straße hasta la siguiente estación puede parecer largo, aunque uno se baje allí, cerca del Hospital General. Ya se habían decretado las nuevas normas para viajar en transporte público (uso de mascarillas, guardar las distancia); sin embargo, el vagón en el que monté circulaba con demasiada gente. Tres franceses, sentados cerca de la articulación conversaban con un pasajero de origen serbio, según deduje tras su repaso de la situación sanitaria en la cercana república exyugoslava a la que –se quejaba el hombre- en esos días no se podía viajar.

Los franceses hablaban en inglés. No creo que estuvieran muy interesados en la conversación, pero intervenían lo más cortésmente posible o así lo daban a entender al resto de quienes viajábamos en aquella sección del tranvía sorprendidos como yo del tono y el tema del diálogo. En mi experiencia el transporte público en la ciudad, como en Londres, es más bien silencioso. Conversan quienes se conocen o quienes viajan juntos, la mayoría de las veces en un tono tan bajo que a veces hay que afinar el oído para enterarse del idioma en el que lo hacen. El escándalo identifica a los turistas.

Y aunque ignoraba los minutos que los de Francia venían conversando con su interlocutor, sí era notable que lo hacían por primera vez. Lo que me sorprendió fue que el pensionista serbio (pues en un momento de su exposición aclaró que estaba retirado) fue capaz de relatar, en el tiempo que duró el trayecto, lo que pensaba acerca de la gestión durante la crisis de los gobiernos de tres países diferentes y también de pronosticar lo que nos ocurriría en los próximos días. Profetas de la pandemia abundaban por todos lados, ya lo sabía yo.

Los franceses asentían y lo dejaban explayarse, hasta que justo antes de la parada en la que el relator abandonaría también el tranvía, los dejó pensado con su teoría sobre el origen del mal. “Esto ha sido una conspiración de los poderosos”, soltó: una manera de reducir la población mundial y de librarse de nosotros, los más viejos. Pero, ¿con qué propósito?- le preguntó uno de los galos. “Así evitan tener que pagarnos nuestras pensiones. No les basta habernos tenido trabajando toda la vida, ahora no nos quieren solventar”, prosiguió el iluminado. ¿Pero quien? –volvió a preguntar el francés. “Los ricos, los que gobiernan el mundo”, alegó el orador: Bill Gates, la gente que se enriquece con las vacunas. En YouTube están todos los videos, añadió antes de bajarse del bim 42, que siguió rumbo a su parada final en Antonigasse.

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Memorias de la pandemia (2) 16 May 2020 2:53 PM (4 years ago)


En los días iniciales del confinamiento, las redes sociales se llenaron de memes humorísticos, porque tal vez así pensábamos que íbamos a superar la paranoia y sobre todo el miedo. Me atrevo a asegurar que a la cuarta semana nadie quería reírse. En mi Facebook, por ejemplo, amigos y conocidos pasaron de culpar a China por el virus, a promover teorías de la conspiración.

Como en cada evento reciente que ha terminado siendo un catalizador de opiniones contrarias en la red, me pareció una buena oportunidad para estudiarlo, o al menos para tratar de entender la radicalización de gente con la que uno compartió experiencias similares en el pasado. Sin embargo, tras una semana de trasnochar y comprobar que carecía del método y la paciencia para elaborar una teoría respetable sobre mi supuesto entendimiento de actitudes humanas, abandoné mi proyecto.

Poco a poco he ido distanciándome de Facebook; pues, como pasa con cada novedad, tras un comienzo aparatoso termina rondando el tedio. Me parece que nunca va a sustituir la cultura de relacionarse que existía antes de que apareciera y uno –como ya tiene cierta edad- cuenta con demasiadas memorias previas a la red azul para que este sitio las sustituya a la velocidad de un click o según las veleidades de un algoritmo. Además, en las redes no había virus, al menos este COVID19 que, fuera de las páginas del “me gusta” y comentarios, nos seguía aterrorizando por su influencia real, palpable, letal.

Y yo me asustaba, claro, cuando leía el email de un amigo en Oslo que trabajaba en la Residencia de Ancianos donde se detectaron los primeros casos de Noruega. O cuando intercambiaba mensajes con otra amiga en Italia, quien me contaba cómo se llevaba un confinamiento mucho más estricto que el de nosotros en Viena.
Ya mencioné mi experiencia con el National Health System de Gran Bretaña en post anteriores. Aquellos dos años de consultas y exámenes clínicos agudizaron mi hipocondría que, como buen padecimiento crónico, se mantiene latente hasta que surge cualquier señal de alarma que lo torna más avasallador que de costumbre.

Por supuesto que durante la primera semana del “Quédate en casa” estaba convencido de que había contraído el virus. Seguíamos en primavera en Austria, con sus días que oscilan entre las temperaturas por debajo de 20 grados y los siguientes en los que el termómetro bajaba a los mismos indicadores de diciembre u otro mes invernal.

La frialdad repentina de uno de estos últimos me emboscó en un “paseo” (una salida disciplinada, siguiendo las indicaciones gubernamentales) de fin de semana. Yo iba desabrigado. Imaginé que la sorpresa del aire frío en los conductos nasales había recorrido todo el cuerpo inmediatamente y de forma invasiva. Y es que también andaba en modo alarmista por esos días, cuando cada salida al supermercado me dejaba en la garganta una sequedad bastante dolorosa que a la hora me hacía volver a comprobar en Internet la lista de síntomas del Coronavirus.

El resfriado me duró una semana en la que reduje a cero las salidas de mi casa. Temía por el posible efecto delator de mi nariz llena de mocos, aunque siempre te tranquilizaban con que el COVID19 no producía secreciones. Pero yo, tan diferente en lo que respecta a enfermedades, hasta pensaba que podía constituir un contagiado sui géneris. Mi estrategia de automedicación, aprendida en la isla en la que nací, me fue aliviando la garganta y las fosas nasales, pero todavía esperaba el momento en el que el termómetro con el que me tomaba la temperatura cada cierto tiempo me confirmara el diagnóstico.

Si bien me aterraba la posibilidad de unas fiebres, más me paralizaba la idea de que el resfriado continuara agravándose en su trayecto por las vías respiratorias y terminara instalándose en mis bronquios, como ha pasado en los últimos cinco años en los que no me he librado de la gripe. Suponía que toda la condescendencia de los locales se iba a poner a prueba si me pillaban tosiendo en medio de una calle. Me veía ya detenido y confinado en algún hospital de campaña.

Mientras el catarro me mantenía en casa, seguía las noticias y las cifras diarias del contagio. Cumplía con un simple afán informativo, porque el día se me iba en atender a mi hija, en repasar las indicaciones de sus pedagogas de la guardería y en buscar juegos y actividades didácticas que la pudieran mantener entretenida mientras continuaba su aprendizaje. Ella, para qué negarlo, se portaba muy bien y por sus reacciones y empeño involuntario en hacernos pasar el confinamiento lo más activos posible, pensaba que a sus 2 años y pocos meses, sus memorias de este tiempo no quedarían tan firmemente grabadas en su mente pequeñita y todavía moldeable.

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Memorias de la pandemia (1) 8 May 2020 3:03 PM (4 years ago)

Este es el Año del Virus, para qué buscarle otros referentes, digo si es que en los próximos meses no ocurre algún otro acontecimiento capaz de sobrepasar al COVID-19. Y cuando en Austria se van relajando las medidas de confinamiento que nos han tenido limitados por siete semanas, no dejo de pensar en el shock del primer día, aquel en el que reaccionamos con estupor ante lo que se avecinaba.

Una semana antes había tratado de tranquilizar a una de las madres del Kindergarten de mi hija. En nuestra conversación en el parque habíamos repasado los síntomas y evolución de otra enfermedad para mí desconocida, en alemán llamada Pfeiffersches drüsenfieber (Mononucleosis infecciosa). Después ella me preguntó así, sin ninguna intención oculta: ¿y ahora qué nos ocurrirá con este Coronavirus?

Yo diría que por esa fecha andaba en la fase de la negación. El virus se cebaba en una geografía demasiado lejana, allá en Wuhan, China. Había le
ído una entrevista a un estudiante cubano que casualmente pasaba el confinamiento en aquella ciudad, en el epicentro del caos y su relato me asustaba un poco. Él describía el meticuloso ritual de la protección, sus temores al contagio cada vez que tenía que salir a buscar comida. Y a mí me resultaba difícil imaginar un futuro cercano lleno de desinfectantes y de protocolos para evitar infecciones. Todavía no se hablaba de lo que constituiría la “nueva normalidad”.

Lo bueno, le dije por aquel entonces a la mamá-colega, es que al parecer afecta tanto a los niños y señalé al cajón de arena en el que nuestras hijas trataban, palita en mano, de rellenar un pequeño cubo. Sé que en esos días me ocupaba más por vencer la paranoia interna, porque intuía que esta iba a contaminar más fácilmente a demás habitantes del planeta.

Y yo no soy profeta, ni tengo demasiada afición a predecir el futuro. De hecho la reacción del Gobierno Austríaco y la declaración de las medidas que comenzaron con el “Quédate en casa” me tomaron bien desprevenido, como a una gran parte de los vieneses. Sin embargo, a veces me da por pensar que debería haberle prestado más atención a algunas señales previsoras.

Por ejemplo, cuando a fines de febrero mi hija tuvo un poco de fiebre y me llamaron del Kindergarten para que la fuera a recoger pues otros niños de su grupo habían padecido de mononucleosis y temían que mi Silvia fuera la próxima. De la guardería salimos directo a la consulta de la pediatra. Cuando mencioné lo de la fiebre me extrañó que le dieran tanta importancia, pues mientras esperábamos le tomaron una muestra de sangre y le colocaron una sonda para un posible análisis de orina.

 Hasta ahora sólo tengo elogios para el Sistema de Salud Pública de Austria, y de Viena en especial. Siempre lo comparo con el de Londres, donde -por ejemplo- los análisis y tests se realizan solamente en los hospitales, que es donde los especialistas tienen sus consultas. En mis visitas al médico de familia en Londres no recuerdo ninguna orden para un análisis sanguíneo, así que la posibilidad de que a mi niña le extrajeran sangre y la analizaran allí en la misma consulta de nuestra pediatra vienesa, me había causado al mismo tiempo una buena impresión y algo de sorpresa.

La doctora nos recibió con mascarilla y guantes, precavida y profesional, aunque en ese momento lo tomé como un alarde alarmista, a pesar de también me preguntaba si era posible que ella conociera algo de lo que yo no tenía ninguna información, algo preocupante, como que el COVID-19 ya estaba en el país.

Afortunadamente mi pequeña sólo mostraba los indicios de una infección en la garganta o una posible otitis. Un diagnóstico más certero fue imposible, ya que las visitas al médico la dejan demasiado irritada como para cooperar. Silvia se negó a gritos a un reconocimiento más exhaustivo. Sin embargo, un ciclo de antibióticos le bastó para que no tuviera más problemas. Después todo transcurrió hasta aquel viernes del shock.

El 14 de marzo fue un breve día normal. Dejé a mi hija en el Kindergarten y decidí pasar por uno de los supermercados cerca de la casa. Ocurre que en Viena, a diferencia de Londres, es difícil toparse con uno en el que encuentres todo lo que buscas. De modo que me he adaptado a comprar ciertos productos en el Hofer, otros en el Spar, otros en el Billa y así hemos ido sobrellevando la ausencia de un Sainbury’s inglés. Ese viernes tocaba entrar al Pennymarkt.

Siempre había pasado por la filial de Gentzgasse en la mañana, después de dejar a Silvia, porque nunca hay nadie a esa hora, nunca hasta aqu
el viernes en el que entré a un local abarrotado de consumidores en el que todas las cajas registradoras estaban abiertas. Lo nunca visto.
Cajas vacías en el Pennymarkt

La sorpresa mayor me esperaba en los anaqueles de harina y pastas, donde sólo quedaban cajas vacías. Todavía no eran las diez de la mañana, pero ya había cundido el pánico y mis conciudadanos habían salido a acaparar la mayor cantidad de productos posibles.

Es una locura, pensaba y lo comentaba por la tarde con una de las pedagogas del Kindergarten cuando había ido a recoger a mi hija. En el súper de su barrio, en el distrito 22, también había irrumpido el día anterior una turba en pánico dispuesta a agotar todas las reservas de harina, papel higiénico, fideos y latas de conservas.


Al día siguiente, cuando ya el gobierno había comunicado oficialmente las medidas del confinamiento, todavía fui a otro supermercado en el que también comenzaban a notarse los efectos del desabastecimiento. Pensé en La Habana en el lejano año 91, cuando poco a poco fueron cerrando los otrora populares Mercaditos.

Revisando lo que había quedado estaba cuando se me acercó una anciana para que la ayudara a encontrar sal. Fui al lugar donde siempre estaban los paquetitos venidos de Bad Ischl, y ¡no quedaba ninguno! Miré a la viejecita con mi mejor cara de incredulidad y le indiqué que todavía quedaban pomitos de sal marina, de los que vienen con un triturador acoplado a la tapa. “Ah, pero esos son más caros” me dijo ella. Por lo que me explicó seguidamente me dio a entender que mover la tapa y triturar las pequeñas piedras le supondría un esfuerzo imposible.

No he dejado de pensar en la pobre abuela, paralizada por la imposibilidad de completar una tarea tan rutinaria y cotidiana, que probablemente habría hecho por años y años. ¿Quién podría pensar que se agotaría la sal, aquí, en Austria?

La semana siguiente comenzamos el confinamiento.

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Sobre grandes (des)conocidos 19 Nov 2019 2:19 AM (5 years ago)


Casi siempre que se dan a conocer los premiados con el Nobel del Literatura hay un par de preguntas que escritores y lectores deberían hacerse, digamos que de la manera más elemental posible: ¿los conozco? ¿Debería conocerlos? Sin embargo, en estos tiempos de redes sociales y la propensión general de unos a convertirse en influencer a toda costa, tales preguntas no se hacen. Se prefieren sentencias demoledoras al estilo de “no los conozco” y algunos, no contentos con tan poca arrogancia, añaden: ¡nadie los conoce! 

Resulta al menos gracioso que en tiempos de increíble acceso a diversas fuentes de información, cuando se cuenta con el mayor repositorio de datos que jamás se imaginó, existan miembros de esta tribu que se vanaglorien de ya saberlo todo y por ende, de conocer a todo el mundo.

Casualmente, este año los dos ganadores me resultaron demasiado familiares. Radicado en Austria desde el 2013 y en el edificio donde viviera un escritor famoso, cualquier pesquisa literaria me iba a llevar tarde o temprano a Peter Handke, el premiado autor austríaco. Aunque debo admitir he leído más textos sobre su trayectoria que lo que el propio Handke ha escrito. Y de sus creaciones, por así decirlo, sólo sabía que había sido el guionista de una de las películas excepcionales de Win Wenders: El cielo sobre Berlín.

A la segunda ganadora, la polaca Olga Tokarczuk, diría que la conozco mejor, aunque también mi noción de su obra es muy limitada. Sin embargo, tengo la suerte de haberla encontrado en un evento que, aunque se pretendía ostentoso a juzgar por su sede, el Royal Festival Hall de Londres, terminó siendo –como sucede tantas veces en esa ciudad diversa y multicultural- una velada más mesurada e íntima. 

Olga Tokarczuk formaba parte de un cuarteto de escritores que irían a leer sus textos en el complejo cultural ubicado en la rivera sur del Támesis. Junto a ella estarían un conocido nuestro, el portugués Gonçalo M. Tavares y otros dos que ignorábamos, pero que causaron una grata sorpresa, la catalana Mercé Ibarz y el bosnio Aleksandar Hemon, también editor del volumen donde se incluían los tres primeros, titulado simplemente como Lo mejor de la ficción europea en el 2011

Los escritores procedieron a leer sus historias en su idioma original y luego los traductores leerían los mismos fragmentos en inglés. El cuento de la Tokarczuk se titulaba La mujer más fea del mundo, una especie de fábula contemporánea que, a pesar de lo breve (porque ninguno llegó a leer la historia completa) se me quedó en el recuerdo. “Nadie escribe así”, pensé en lo que fue una valoración rápida, marcada por el entusiasmo. 

Después de aquella tarde he intentado seguir a la escritora polaca, la mujer pequeña de piercings y rastas, cuyos libros pronto empezarían a llegar la mercado británico. Pero dejamos Londres en 2013 y aún no me he enfrentado a la –para mí- agotadora experiencia de leer literatura en alemán, pues los libros de la Tokarczuk también cuentan con traducciones en ese idioma. De modo que su lectura sigue pendiente. No obstante, pude regresar a las memorias de aquella tarde en el Royal Festival Hall el año pasado (2018) cuando se anunció que Olga Tokarczuk había ganado el premio Booker Internacional.  

Cuando aterricé en Gran Bretaña en el ya lejano agosto de 2004 y comencé mis estudios en la capital del País de Gales, me tocó vivir la experiencia de la entrega del Booker a Alan Hollinghurst un par de meses después. Para mí fue revelador porque descubrí la manera en que se le daba cobertura a un evento cultural y, como en muchos de aquellos primeros tiempos fuera de Cuba, una alerta notable sobre mi nivel de ignorancia. Desde entonces, cuando llegan las fechas del anuncio del ganador de este premio, intento enterarme de quién lo obtiene y procuro buscar sus textos más notables, para incorporarlos a una lista de lo que hay que leer, una lista que tal parece que nunca se terminará. 

Y aunque a la Tokarczuk hace años que la incluí, tal vez por su relevancia este año, debo moverla un poco hacia las lecturas más urgentes.

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Ella, toda ella 4 Apr 2018 8:12 AM (7 years ago)

Hace casi 14 años, en la primera etapa del proceso de adaptación a la vida fuera de Cuba, un colega danés de mi curso, algo sorprendido ante mi falta de inspiración para un trabajo de clase, me pidió que escribiera sobre las celebridades de la isla.“Es que no hay”, le dije yo, convencido de la total ausencia de celebrities Made in Cuba al estilo de Paris Hilton o Nicole Ritchie, quienes por aquellos años pre-Kardashians eran omnipresentes en los tabloides sensacionalistas británicos.  

 

Pasó la fecha límite del ensayo y escribí sobre otra cosa, aunque me quedé pensando en la propuesta del colega. A decir verdad, había conocido a varias personalidades de las artes, la música, el deporte y la academia cubanas, esas que hubieran aparecido también en portadas de revistas del corazón, de haber contado el país con publicaciones de ese corte. Sin embargo, mi experiencia no me parecía tan extraordinaria porque cada encuentro ocurría en un contexto muy definido por mi actividad profesional. Simplemente yo era un periodista a quien casualmente le habían asignado cubrir un determinado evento en el que cierta personalidad aparecería. 

 

Creía entonces que describir un encuentro con una celebridad resultaba más revelador desde el anonimato de un espectador, una persona cualquiera que se topara con la otra famosa, y desde un ambiente más ordinario, el que propiciaba cualquier interacción cotidiana. Si me ubico en un tiempo específico, La Habana de finales de los 80, creo que basta como escenario para describir interacciones más comunes entre ciudadanos de a pie y famosos del mundo del arte pre-revolucionario. Me refiero a una época que sólo si se compara con los primeros años de la década siguiente, puede justificar cierta ilusión de país “normal” con la que muchos nacionales convivíamos por aquella época, sobre todo si aún eras un adolescente medianamente informado acerca de lo que consistía dicha normalidad. 

 

Durante esos años cualquier noción de La Habana podía reducirla yo al escenario que se divisaba desde la entonces amplia terraza del apartamento de mi tía Lola en Línea entre D y E en el Vedado. Uno podía pasarse horas sentado al balcón, extasiado por la diversidad e intensidad del tráfico, como debía ser el de una capital en movimiento, sumun de la urbanidad y el desarrollo. Enfrente, más allá de un pequeño parque en cuchilla donde paraba la ya desaparecida ruta 27, se alzaba desmedido y extraordinario el edificio Someca.

 

En muchas ocasiones, las largas sesiones de contemplación de la vida del Vedado se dividía entre miradas hacia abajo, hacia las sendas de la avenida, siempre atiborradas de vehículos o hacia arriba, a aquellos altos balcones azul celeste, puntos de observación insuperables en cuanto a vistas de la ciudad y el mar. 

 

Una de las residentes más célebres de aquel rascacielos era Celeste Mendoza, por entonces todavía llamada la Reina del Guaguancó, aunque no apareciera muy a menudo en los programada de la Televisión Nacional. Para ser alguien acostumbrada en los años 50 al glamour de los escenarios, Celeste se paseaba muy austeramente vestida por las calles de su barrio tres décadas después. 

 

En las pantallas de la TV cubana, aún en blanco y negro para la mayoría de los espectadores, ella lucía con frecuencia fastuosos atuendos de brillo y lentejuelas y su habitual turbante enrollado varios centímetros por encima de su cabeza. Sin embargo, en las calles aledañas al Someca, cualquiera tendría dificultad en reconocerla en su disfraz de simple vecina, oculta tras unas abarcadoras gafas de sol, con su famoso turbante camuflado en lo que para algunos pasaría como un discreto gorro, similar a los que se habían puesto de moda a finales de los 70. 

 

Con tal pose de comadre, si es que tal personaje alguna vez habitó las calles del Vedado, se la encontró mi tía a través de los años en sitios muy mundanos: la cola del pan, la de la bodega, a la salida del Punto de Leche, locales, muchos de los cuales hace años que desaparecieron de la sociedad habanera al igual que se extinguieron también las rutinas asociadas a ellos. Con el paso de los años mi tía y la Reina establecieron una amistad que al menos permitió el tuteo mutuo, el intercambio de alguna que otra receta culinaria y tal vez comentarios sorprendentes sobre cómo iba cambiando el país.  

 

Y en tales cuestiones Celeste no se cohibía de dar sus opiniones, casi siempre radicales y avasalladoras. Ya no sacaba discos como antaño o acudía a los escenarios para actuar en vivo en los programas de televisión, pero la seguían invitando para comentar eventos muy puntuales. Recuerdo dos entrevistas cortas que me parecen bastante ilustrativas de esta etapa, una en el programa A Capella y la otra en el famoso y aniquilado Contacto. 

 

En el primero, a principios de los 90, a propósito del éxito que Natalie Cole había alcanzado con el disco homenaje a su padre, Guille Villar y su equipo habían preguntado a la Reina sobre las actuaciones de Nat King Cole en los cabarets de La Habana pre-revolucionaria. En alguna ocasión el célebre baladista norteamericano había aterrizado en la capital cubana acompañado por su esposa y su entonces pequeña hija. Para la Mendoza, más de treinta y cinco años después y a pesar de la impresionante carrera como cantante de Natalie Cole, ella seguía siendo “aquella chiquilla”. 

 

En la sala de Contacto, su conductora Rakel Mayedo la había invitado para conversar, entre otros temas propicios al escapismo en la Cuba del Período Especial, sobre novelas de televisión. Eran los tiempos en los que la producción brasileña de turno, La sucesora, una realización de 1978, no gozaba de tanta popularidad como las anteriores series llegadas del país sudamericano. Y la Reina confesó que la seguía sin mucho entusiasmo, resumiendo quizá el sentir nacional en años en los que escaseaban las opciones para el entretenimiento. A la protagonista la hallaba demasiado sosa y ante la insistencia de la entrevistadora, tal vez con el ánimo de cerrar el segmento con una de sus ocurrencias le espetó: en mi país no pasa eso.  

 

Igual de ocurrente la recordaba mi tía, sobre todo en los días que siguieron a su muerte, demasiado triste para una celebridad local. La Reina del Guaguancó falleció sola en su apartamento del piso 18, pero los vecinos sólo se enteraron días después por las sirenas de los bomberos quienes procedieron a derribar la puerta para encontrar el cadáver. Desde su terraza, adonde se asomó tras escuchar el ruido de bomberos, policías y ambulancias, mi tía nunca imaginó que fuera su amiga del barrio la protagonista de tanto alboroto. Se lo confirmó desde la acera, otra amiga común, Nancy Robinson, periodista de Trabajadores, quien también vivía en los alrededores. 

 

Luego leímos una nota en Granma y en los días siguientes mi tía se esforzó por recordar alguna anécdota sobre sus tropiezos con su famosa conocida. Me comentó unas cuantas, pero ninguna tan espectacular como la del encuentro a media mañana en las inmediaciones del Punto de Leche un día a finales de los 80. Celeste salía con su jaba y cuando descubrió a mi tía que se acercaba, apuro el paso y justo al llegar junto a ella se quitó las gafas, abrió desmesuradamente los ojos y le dijo: Lola, pónle un vaso de agua a tu mamá. Mi tía, sorprendida y halagada al mismo tiempo, comentó: pero, Celeste, si mi mamá está viva. Y la Reina, todavía con un aura profética en su mirada desproporcionada remató: “bueno, hija, a tu papá” y siguió su camino. 

 

Tal vez, para el trabajo de clase de mi primer curso en la capital galesa habría podido escribir esta historia y hasta creo que mi colega danés entendería bastante por qué me parecía extraordinaria, pues no por gusto él tenía entre su colección de mp3s un disco de Compay Segundo. Sin embargo, como ya empezaba a ser habitual cada vez que intentaba explicar cualquier estampa de la Cuba que había dejado atrás, sospechaba que la narración se alargaría demasiado por la necesidad de ilustrar un tejido social que pocos en Dinamarca, o lo que es lo mismo, en el resto del mundo dominaban o entendían.  

 

La frase del vaso de agua quedó de comodín entre un grupo de amigos cercanos quienes la intercambiábamos con cualquier otra célebre salida vista en un filme cubano o en una conocida -al menos para nosotros- obra de teatro. Nacionales, al fin, no necesitábamos ninguna aclaración relativa al contexto.

 

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Un libro... 19 Oct 2017 12:08 PM (7 years ago)


Ocurre que uno escribe y gusta de contar historias y un día, en un año lleno de incertidumbres personales, se sienta ante la siempre intrigante cuartilla en blanco y comienza a armar un cuento sobre alguien que no existe, pero que uno conoce, porque casi siempre pasa así con los personajes que uno crea.
Y sucede también, que al cabo de unos meses hay un receso en las actividades de la investigación que uno viene realizando y esta pausa resulta productiva, como para que surja otro cuento que, a pesar de la distancia temporal que lo separa del anterior, comparte el mismo tema o el mismo escenario.
Ahí justo cuando termina de conformarse esta segunda historia, uno se convence de que puede salir una colección de ficciones similares. Aunque casi enseguida uno rechaza la idea, porque apenas hay tiempo que emplear en lecturas necesarias para continuar un grado académico y siguen apareciendo imperiosas presiones cotidianas que pueden poner en peligro cualquier proyecto personal, sobre todo si es literario.
Sin embargo, llega otro respiro en el largo proceso de escribir una tesis doctoral y hay disciplina, voluntad e inspiración para una tercera historia, otra que se concluye. Más de un año después, uno se las ha arreglado para escribir otro par de cuentos, siguiendo la misma línea temática, adentrándose en el lento transcurso de 24 horas en las vidas de un grupo de ancianos habaneros, esos que siguen en la isla o que la han abandonado físicamente, peor aún es imposible que alguien pueda arrebatársela de la memoria.
Y con suerte uno termina sus compromisos académicos, se gradúa, arma un grupo de artículos de investigación; logra, con mucho esfuerzo, publicarlos en revistas científicas y decide entonces volver a su colección de historias de cierta Habana que todavía hasta parece dispuesta a esperar otro par de años hasta que alguna editorial les quiera dar formato de libro.
Esto afortunadamente sucedió a comienzos de año. Los de Chiado Editorial, una casa editora luso-española, decidieron incluir mis cuentos, ahora agrupados bajo el título de Viejos Retratos de La Habana en su plan de publicaciones para el 2017.
El pasado 27 de septiembre, en la librería del Centro de Arte Moderno de Madrid, el editor y ensayista Pío E. Serrano lo presentó ante un grupo de lectores curiosos y unos cuantos muy buenos amigos.

Unas semanas antes el también escritor y ensayista Carlos Espinosa había publicado en el sitio de Cubaencuentro una reseña del libro con el título de "No es país para viejos"
Y uno, al final, se alegra. 

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Paisajes de este y otro planeta 1 Apr 2017 4:10 AM (8 years ago)

Edward Burtynsky es un reconocido fotógrafo canadiense que se ha especializado en los últimos años en retratar paisajes. Sin embargo, más que representar la belleza de grandes extensiones de tierra en varias zonas del mundo, Burtynsky se ha destacado por dejar constancia de cómo estos han ido cambiando en el llamado Período Antropoceno. Su muestra Agua, parte de un proyecto mayor enfocado a mostrar cómo se manejan y usan los recursos hídricos, se exhibe actualmente en la galería principal de la Kunsthaus de Viena hasta el mes de agosto. En ella el artista retrata escenas impresionantes sobre los efectos que ha dejado el cambio climático y la sobreexplotación humana en ls paisajes acuáticos de todo el globo.
Tal vez la primera impresión al ver las grandes y detalladas escenas de Agua, sea la de la incredulidad. En algunas cuesta un poco equiparar lo que ha captado el lente con las más idílicas y estereotipadas ideas que cualquiera pueda tener acera de lo que constituye un paisaje. Porque aunque el fotógrafo ha tomado fotos de zonas específicas del mundo y aunque uno admita la posibilidad de que existan panoramas lo más diverso posibles que los cercanos adonde uno vive, es difícil suponer que las imágenes reflejan espacios de nuestra geografía y no que se trata de recreaciones pictóricas de otros mundos y planetas.
Como aclara Burtynsky, tales colores y atmósferas no siempre ocurren de manera natural, pues él, fiel a su estilo, sabe captar magistralmente también el origen del cambio. Y en casi todos los ejemplos la transformación ocurre por un efecto antrópico, por la no siempre efectiva acción del hombre y la tampoco convincente necesidad imperiosa del progreso.
Con motivo de la apertura de la exposición, el canadiense viajó a la capital austríaca, donde conversó sobre las fotos exhibidas y los proyectos en los que trabaja actualmente. Burtynsky parece un convencido de las posibilidades de la tecnología, pues muchas de sus fotos se han realizado gracias a cámaras de alta resolución, drones y hasta mediante la superposición de varias imágenes parciales para formar una especie de lienzo mayor en el que puedan apreciarse mejor los detalles de la instantánea. 
Con tal idea viajó, por ejemplo a Kenya en abril de 2016, para presenciar la operación internacional organizada por el presidente Uhuru Kenyatta para la destrucción de más de 100 toneladas de marfil, en un intento por eliminar el tráfico internacional y concientizar al mundo sobre la protección de los elefantes. Once piras gigantes de colmillos que pudieron haber pertenecido a cerca de 6000 paquidermos fueron armadas en el Parque Nacional de Nairobi, en una "ceremonia" a la que también fueron invitados varios presidentes africanos.
Burtynsky acudió con su equipo y pudo filmarlas antes de que ardieran. En su conferencia en Viena explicó que, gracias a la tecnología actual, es posible –mediante un software que almacena y clasifica las fotografías- crear un modelo tridimensional de las montañas de colmillos. Dicha reconstrucción, pródiga en detalles, sería exhibida en algún museo para que el visitante, tal vez mediante realidad virtual, pudiera apreciar una inexistente armazón de pormenorizadas superficies de lo que una vez perteneció a un majestuoso animal.
Se tratará, sin dudas, de una experiencia curiosa. Uno podría encontrarse ante la restauración de algo que ya no existe, representado como si se tratara de un ente real. Esto conformaría una exposición singular, pues no serían meras reproducciones de objetos, sino que constituirían piezas totalmente nuevas. A diferencia de una expo regular, o una foto cualquiera que mostrara una pieza desaparecida, estática y distante, en esta los visitantes podrían interactuar propiamente con la reproducción virtual, explorar sus características más notables. A esto se le añadiría la confirmación de que las supuestas copias originales tampoco existirán ya, pues fueron destruidas por el fuego en el 2016, lo que a la vez impediría descubrirlas en su estado anterior, es decir, partes vivas de un organismo no menos vital. Parece una metáfora algo cruel para los tiempos que corren.
Burtynsky aclara que no le interesa hacer una declaración política, que le importa solamente mostrar el cambio en el paisaje, una mutación que, a pesar de ser artificial no deja de resultar sorprendente. Sin embargo, volviendo a la posible exposición virtual de los colmillos apilados antes de ser consumidos por el fuego, imagino que cualquiera pueda cuestionarse la necesidad de tal proyecto. No se trata de denigrar el propio objetivo de la futura muestra, porque una vez más servirá para exaltar las ventajas de la tecnología, sino de reflexionar sobre su posible contexto. Tal vez baste una pequeña nota para entender que cada pieza, aunque sea ficticia y muestre pormenores exactos del original, fue parte de algo mayor y por ende, más importante, un animal que ya tampoco existe. No obstante, como pieza histórica, no va a encontrar destino mejor que la sala de un museo y así, tal vez, en lo que probablemente iniciará una tendencia que copiarán las demás instituciones del mundo, las instalaciones de realidad virtual desplazarán poco a poco a las actuales colecciones de animales disecados que se acumulan en los museos de Historia Natural de todo el mundo, como muestra de la biodiversidad del planeta.
Mientras esperamos por tal exposición, el fotógrafo canadiense seguirá retratando paisajes a gran escala, mostrándonos cómo cambia el mundo por la acción y efecto de la humanidad en modos que a veces despojan a espacios conocidos de toda imaginaria familiaridad terrícola.

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Strange Fruits 7 Mar 2017 11:59 AM (8 years ago)

It could have been any given morning in a primary school in Placetas, Villa Clara, in the late 1970s. Because yours was the last classroom in the hall, you can peek from the back windows into the vast domain of the schoolyard. Right at the back, where a tall concrete fence surrounds the field, there is a white bust of José Martí and a nickel-plated pole where everyday the flag is hoisted, signaling the beginning of a school day. From the windows on the side, you can see the typical greenery, the pointy leaves of a mango tree, and tall avocado, or tamarind, or guanábana trees that grow in that part of the Caribbean, in that big piece of land that, you are told, was once called the most beautiful island in the world. And it’s there, in the middle of paradise, you hunch forward in your silla de paleta, attempting to draw a perfect acorn.

You have never seen, touched, or tasted one. But they’re found in Europe, and pigs eat them, you are told. For a child in Soviet Cuba, that is enough to dream about a foreign land. After all, it is not that difficult to draw them, just a slightly elongated oval shape, with a semicircle on top. The surface details and the right shade of brown depend upon recalling pictures of them you had once seen, maybe in that rare book Las maravillas de la naturaleza. It is a beautiful hardcover that you thumb through once or twice at a friend’s house, marveling at the full-colored pages, with photographs of all the places in the world you have never been. There are mountains and jungles, but also meeker images of the European countryside. In them everything seems perfect, like an acorn.

Seguir leyendo en Cuba Counterpoints 

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Diciembre en Venecia sin Charles Aznavour 26 Dec 2016 7:02 AM (8 years ago)


Debido a su origen y leyenda, tal vez muchos imaginen que a Venecia solo se accede por mar; por eso llegar de tren, atravesando la laguna, a través del puente más largo de Italia, tiene un atractivo especial. Sin embargo, la llegada no deja de ser una introducción confusa, apenas un fragmento de lo que pudiera entenderse como el normal arribo a un destino desconocido, por mucho que uno haya leído sobre la legendaria ciudad. 

Hasta la Estación de Santa Lucía casi nada parece prepararte para el punto final del viaje, a no ser esa espectacular vista de la inmensidad lacustre, como si el tren fuera a naufragar antes de que la vía férrea tocara tierra otra vez.


Uno sale de la estación y se enfrenta a la actividad caótica de lo cotidiano. Allí, donde las calles son demasiado estrechas para la gran cantidad de turistas y viajeros que vienen y van, hay que sortear además de a los locales, a los vendedores ambulantes y a quienes promueven rutas y viajes en góndola o en los vaporettos que, como los buses en una ciudad tradicional, la recorren de una punta a la otra.

Gran Canal
En las orillas del Gran Canal las calles son más amplias y es casi posible caminar sin colisiones, con el acompañamiento de vistas icónicas, esas que han figurado en tantas fotografías, postales y filmes. Sin embargo, cualquier recorrido interior, de una isla a la siguiente, por callejones en los que a veces solo hay espacio para un transeúnte, puede significar todo un reto. Y es que Venecia, para el visitante, es un enigma que sobrepasa cualquier explicación relativa al surgimiento de la ciudad para abarcar también cualquier razón que justifique su supervivencia.

Desaparecerá un día, nos dijo con cierta pesadumbre nuestra guía Simona Slionskyte, citando las amenazas que se ciernen sobre la ciudad ante el aumento del nivel de los mares a consecuencia del Cambio Climático. Su tour por las zonas menos céntricas, lo más alejado posible de la Plaza San Marco, ayuda a comprender mejor cómo los locales, desde los mismos orígenes de La Serenissima, aprendieron a sobreponerse a los desafíos que representaba la subsistencia en un enclave tan inusual.

Y ella, una lituana casada con un veneciano y asentada allí por más de una década, lo cuenta de manera práctica, con ejemplos concretos, como el de las cisternas que ayudaban a recolectar el agua de lluvia, o como el de las mujeres del Renacimiento, que recurrían a experimentos casi salvajes para teñirse el cabello al estilo rojo Tiziano y aspirar tal vez a quedar inmortalizadas en los cuadros del genial pintor, también un habitante conocido de la Venecia del siglo XVI.

El tour de Simona termina donde comienza, en el Campo Santi Apostoli de la zona de Cannaregio. Desde allí y en dirección a la Ferrovía (uno de los puntos cardinales para orientarse en Venecia) uno accede fácilmente al Ghetto judío, el primero que se estableció en una ciudad europea. Se trata de un área pequeña, que se destaca por sus construcciones relativamente más altas que las del resto de la ciudad, un museo que recoge la historia del asentamiento y las antiguas sinagogas. Como en tantos sitios del Viejo Continente, esta es un área donde la historia local se construye con relatos de pérdidas y expulsiones, pues casi la totalidad de habitantes del Ghetto fue enviada a campos de exterminio en la Alemania nazi.


A pesar de ello, la influencia judía puede todavía apreciarse en las pequeñas calles del lugar y más allá de la isla, conectada a otras por puentes y recorridos fluviales, en un plato tradicional que acompaña a encuentros breves en los que los locales comentan sobre sucesos recientes o sobre su día a día, bebiendo un Spritz o un buen vino de la región del Veneto, una delicia llamada sarde in sour (sardinas en salsa agridulce). En los cafés y restaurantes del viejo Ghetto aseguran que es una receta de la tradición hebrea; en el resto de Venecia, lo presentan como un platillo local. En ambos casos, luego de que uno lo ordena recibe siempre la sonrisa del camarero como confirmación de que se ha elegido de manera correcta.

Pero allí, en la antigua República, es muy fácil equivocarse, sobre todo andando entre locales y turistas por callejuelas que solo guían hasta determinados sitios del centro. De manera que es muy probable que uno se pierda en Venecia, tras confiar demasiado en un mapa impreso que tal vez no se corresponda con el trazado real del área. Google Maps tampoco ayuda mucho, aunque no hay que desesperarse, pues los locales tratarán de ayudarte con una sonrisa, sin aparentar demasiada perturbación, porque todos parecen tener bien claras sus prioridades como para que alguien venido del continente pretenda alterárselas. 
Palazzo Ducale 

Siguiendo unas de las rutas que se anuncian con placas y flechas en algunas de las calles, uno llega a la famosa Plaza San Marco, tal vez uno de los sitios más reconocibles de Venecia, Italia o Europa. Como en tantos otros similares, es imposible descartar la idea de que la visita no se compartirá con un centenar de espectadores. 

Llenos de turistas estarán también las atracciones cercanas, la Basílica de San Marco, el impresionante Palazzo Ducale y el Museo Correr. Y si uno se decide por la antigua Catedral bizantina y sube a la terraza, coronada por las estatuas de la Cuadriga Triunfal, accederá a una vista impresionante de la plaza, el Canal y las islas cercanas, como la de San Giorgio Maggiore.


Otro trayecto siempre recomendable es el viaje a las que forman la localidad de Murano, famosa por sus cristales y artesanos del vidrio. Se trata de una comunidad tranquila, también adaptada para turistas que arriban para apreciar la destreza de los maestros del soplado, en coreografiados shows en los que estos exhiben su tradicional maestría. 
Maestro vidriero de Murano 

En las numerosas tiendas que muestran desde minimalistas piezas de diseño local hasta complejas esculturas de vidrios y colores, cualquiera puede leer carteles de alerta contra falsificaciones. Al parecer la industria local, a pesar de contar con la protección del estado italiano, ha encontrado una feroz competencia de falsas artesanías producidas en serie en otros lugares y vendidas como auténticas venecianas en varios kioskos y tiendas de la ciudad. 

De vuelta a Venecia, a pesar de la notable afluencia de visitantes, de los vaporettos cargados de personas que recorren de un extremo a otro el Canal Grande y enlazan las islas aledañas, y tras 72 horas negociando distancias entre puentes y canales, uno no puede evitar cierta apreciación al vuelo. Y es que la villa en su acontecer parece una cualquiera de economía precaria, un entorno provinciano. Y sí, aquí ocurren la Biennale y el conocidísimo Festival de Cine, hay una porción del Dorsoduro donde se dice que existe la mayor concentración de galerías de arte moderno del mundo, varios museos han recopilado lo mejor de la pintura y la música local y universal, pero debido a su geografía es difícil percatarse de las opciones culturales de la ciudad.


Una parada obligatoria tiene por objetivo visitar la residencia de la coleccionista norteamericana Peggy Guggenheim, donde se guarda una extraordinaria y selecta muestra de los grandes nombres de las vanguardias artísticas del siglo XX. Entre cuadros y esculturas que llenan los salones y antiguas habitaciones del inconcluso Palazzo Venier dei Leoni, es posible imaginar la extensa labor de la famosa galerista que fijó residencia en Venecia en 1951 y residió allí hasta su muerte en 1979.

En invierno, cuando cae la tarde, a veces la ciudad queda en penumbras. Las callejuelas se alumbran malamente y aunque todos aseguran que la criminalidad es muy baja, casi nula, una caminata nocturna por esa Venecia lo sitúa a uno, involuntariamente, en el escenario de una representación teatral misteriosa, algo aterradora, como las escenas más inquietantes de Don’t look now, la célebre película de Nicholas Roeg que unió a la ciudad con Donald Sutherland y
Julie Christie como protagonistas en 1973.
Iglesia de La Salute bajo la niebla

El ambiente puede hasta tornarse más asustador si uno experimenta la súbita llegada de la neblina, que envuelve de repente a las numerosas islas y canales, de modo que es casi imposible discernir un ensombrecido paisaje en el que nada parece lo que realmente es. Entre sombras, el mar también se asemeja a una escenografía más lúgubre, desde la que en cualquier momento puede surgir una criatura desconocida con la intención de destruirlo todo a su paso.

Sin embargo, en Venecia nadie, sobre todo si vive allí, parece dar fe a la presencia de monstruos desconocidos escondidos en la niebla, aunque se comenta que los locales suelen ser supersticiosos. De cualquier manera ellos se mueven a un paso peculiar que a la larga conforma el propio ritmo de la ciudad, tal vez demasiado tranquilo para quienes llegan buscando emociones fuertes, tal vez demasiado intangible para quienes no logren comprender de primer intento cómo es posible una localidad tan inusual haya sobrevivido tantos siglos.

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Pasajeros 20 Oct 2016 2:00 AM (8 years ago)

Estatua de Sir John Betjeman,
Estación de Trenes de Kings Cross,
Londres
Viajar es un verbo tan importante como vivir. Se enuncia y asume con la misma convicción que implica realizar cualquier otra actividad relativa a la existencia. Al menos así es para mí, según me lo hicieron saber desde que era pequeño cuando mi familia decidía dejar nuestra casa para aventurarnos a explorar territorios más lejanos.

La distancia no era importante, podía ser un recorrido largo o un trayecto fugaz en un autobús local. La excitación era la misma y así se mantuvo hasta que, una década más tarde, en los tiempos del Período Especial trasladarse terminó siendo una actividad más abrumadora que placentera. Y uno se lanzaba a la carretera más por necesidad que por gusto, con la esperanza de que todo terminaría pronto, para volver a casa a arroparse de protección y sosiego. No obstante, hubo en ese triste período, viajes también agradables, que removieron los recuerdos de otras épocas, cuando salir de los dominios conocidos representaba toda una aventura.

En Europa atravesar países y ciudades es tan fácil que un viaje pierde toda esa aureola de grandiosidad que alguna vez le endilgamos nosotros, los que vivíamos en una isla de la que era casi imposible escaparse. Cuando a finales de los 90 las autoridades permitieron las salidas a cuentagotas, muchos amigos comenzaron a viajar y a establecerse fuera del Caribe. Algunos aterrizaron en naciones europeas o latinoamericanas y desde allí con el tiempo planearon sus vacaciones y futuras estancias en otros países y ciudades. Sus mensajes, fotos y correos electrónicos, reavivaron en mí la curiosidad por las exploraciones. 


Pasado el tiempo yo también emigré y comencé a acumular espacios en los que fui yo y feliz. Son esos los que a la larga van conformando mi noción de patria, un concepto personal y flexible que cada día se aleja más de los limitados cercos que los líderes nacionalistas establecen en una Europa sin fronteras y en un mundo que en realidad busca cada vez más la eliminación total de muros que impidan el libre tránsito de humanos, información y mercancías.


Si me comparo con otros compatriotas y hasta con conocidos de la diáspora, he viajado poco. Sé de algunos que han recorrido el planeta de cabo a rabo, con estancias en sitios tan alejados y exóticos como Mongolia o la Polinesia Francesa. Yo no he llegado tan lejos, aunque espero poder alcanzar tales destinos en un futuro cercano. En los últimos tiempos, al estar basado en Viena me hallo en un punto del continente donde, como en siglos anteriores, es común que se crucen rutas que conectaban todo el mundo conocido. Otra ventaja también, es el hecho de que la cercanía de algunos lugares diferentes por explorar propicia que uno deseche el avión como medio de transporte y vuelva a transitar como antaño por vías férreas o por carretera.

Es cierto que recorrí caminos británicos durante el año que viví en la capital galesa, pero allí estos viajes los hice con tal de evitar los cada vez más caros pasajes de tren. El Reino Unido posee una impresionante red de autopistas que alejan del trayecto a pueblos y ciudades, de modo que no abundan vistas espectaculares cuando uno se traslada por estas. Solo una vez, debido a un accidente de grandes proporciones en la M-4, tuve un breve acercamiento a lo que podría ser un viaje diferente. El chofer había tenido que desviarse y tomar las carreteras estrechas que conectaban el sur rural de Somerset y por tanto nos tocó atravesar pequeñas aldeas y campos roturados, para sorpresa de los habitantes, quienes, a juzgar por sus reacciones, nunca habían visto una guagua de National Express por aquella zona.
En bus pasando por la Plaza Trafalgar en Londres

En tales viajes, a diferencia de los que he hecho últimamente, a pesar de que casi siempre los realicé en buses llenos a tope, apenas recuerdo una conversación con algún otro pasajero. Tampoco guardo en la memoria algún diálogo interesante en los recorridos en tren por el sur de Inglaterra. Si en el 2004, cuando aterricé en Londres, los viajeros se aislaban de toda su circunstancia en derredor mediante los audífonos, ahora lo hacen con sus teléfonos móviles y tabletas. Nadie parece interesado en conversar con quien viaja a su lado, solo lo hacen quienes abordan los transportes en grupo o en familia, por lo que a veces es más fácil escuchar lo que comentan otros, que arriesgarse a conocer cómo piensan los compañeros de viaje. Y está claro que estos no siempre resultan los protagonistas de un diálogo agradable.

De uno de aquellos emails iniciales, de conocidos que se establecían fuera de Cuba, recuerdo el relato de una amiga residente en Bélgica, cuando se embarcó en un largo viaje en tren rumbo a Italia. Le tocó un asiento junto a un pasajero quien, tras intercambiar saludos amables al inicio, cuando descubrió que mi amiga provenía de Cuba le espetó un “yo no hablo con comunistas” y acto seguido cambió la mirada hacia el pasillo y no volvió a dirigirle la palabra en las dos horas que duró su viaje.

Por eso en ciertos trayectos me da por imaginar posibles conversaciones que hubiera tenido con algunos compañeros de viaje. Son razones puramente especulativas las que guardo como justificación para un determinado diálogo, pues si este nunca ocurre se debe sólo a mi probable timidez o a la del pasajero, o por insistir yo en respetar el derecho de cada quien a su privacidad. Sin embargo, las conversaciones quedan casi siempre como parte de las memorias del viaje, aunque nunca se hayan escenificado.

II.

Tranvía en Budapest
El trayecto en tren de Viena a Budapest dura poco más de tres horas. Lo hicimos en septiembre del 2014. Se trata del recorrido que antes de 1989 conectaba dos mundos bien diferentes atravesando la inexistente, pero efectiva Cortina de Hierro. Aún hoy, más de veinticinco años después, cualquiera puede notar las diferencias entre ambas partes. Las pintorescas imágenes de aldeas austríacas en medio de los campos cultivados en los que sobresalen gigantescas turbinas eólicas, dan paso a un paisaje rural más desaliñado, con improvisadas casuchas de madera y metal que lucen comparativamente más empobrecidas que las del país vecino. En la primera parada en territorio húngaro, Mosonmagyaróvár, la estación de pasajeros es apenas una plataforma con techo en medio de un área con varias líneas férreas, que evidencian una actividad anterior mucho más intensa de la que ahora transcurre en el lugar.

Allí subió a nuestro vagón un peculiar viajero al que le calculé unos sesenta años. Era un día nublado de inicios del otoño, muchos andábamos ya de mangas largas, enfundados en chaquetas monocromáticas, como son las destinadas a esta estación del año en la que prima la uniformidad, pues la mayoría de la gente sale a la calle con abrigos negros o grises. Nuestro compañero de viaje, en contraste, vestía un atuendo mucho más vistoso: pantalón color vino, chaqueta roja, boina también colorida y zapatos marrones. Llevaba además un bigote boscoso, pero bien cuidado, de esos que sugieren varios minutos de preparación previa ante el espejo. Reclinado en su asiento, frente a nosotros, leía ensimismado un libro en húngaro del que no recuerdo el autor, pero cuya lectura le fascinaba a juzgar por la expresión de su rostro y el nivel de concentración con que seguía las páginas.

Antes de sentarse y comenzar la lectura nos había saludado con una sonrisa. Apenas miraba el paisaje que aparecía tras la ventanilla, por lo que intuí que lo conocía de memoria. Tampoco mostró demasiado interés en los demás que lo acompañaban en el vagón más allá de la lógica interrupción que supone una parada momentánea en la que descendían unos y subían otros. Más de uno de estos le dedicó una mirada de inspección, aunque sin mucho detenimiento. Podía resumirse en un breve reconocimiento de su presencia, seguido de un rápido retorno a la rutina personal, como si nuestro exótico pasajero fuera alguien conocido o un acompañante habitual del trayecto.


Café Águila Azul, Praga
(Kavárna Modrý Orel)
A mí, en cambio, me seguía pareciendo admirable, una pieza que no encajaba en toda la escena de la que formábamos parte, con su contexto y expectativas. Viajaba por primera vez a un país exsocialista en el que esperaba encontrar referencias a un pasado que suponía compartido, al menos a gran escala, en esa especie de esfera invisible en la que los ideales sobrepasaban a las naciones y los pueblos, en la aspiración de un bienestar común que –según nos decían a finales de los 70 y principios de los 80- aventajaba en humanismo al resto de las sociedades del planeta.

Nuestro extravagante compañeros de viaje debió haberse formado también a esa época, con todo lo que implicaría vivir en un país del Segundo Mundo. Lo imaginé tan entusiasmado, si era posible, como aquella mañana gris del trayecto, como protagonista de cualquier día similar previo a 1989. Y confieso, me hubiera gustado mucho escuchar su narración, suponiendo que la imaginaria asociación que había comenzado a construir desde que subiera al tren en Mosonmagyaróvár tenía sentido, que esa actitud ante la vida, tan irreverente y segura de sí mismo lo había definido a través de los tiempos, sobre todo en épocas donde la abrumadora versión de la mayoría se ocupaba de condenar al olvido a toda expresión de diferencia.

Y es que también lo encontraba más interesante por esa actitud que por su apariencia excéntrica, por ese aspecto que confiere la evidencia de haber vivido unas cuantas décadas. Meses atrás, el encuentro con dos jóvenes húngaros, quienes por edad debían de haber vivido siempre en la era postcomunista, había terminado en decepción. Habíamos sido colegas de un curso de alemán, en un grupo que, casualmente, estaba dominado por estudiantes del antiguo bloque socialista (2 húngaros, 2 eslovacas, 1 croata, 1 polaca, 2 rusas y 1 ucraniana). A medida que avanzaron los contenidos del curso los estudiantes intercambiaron, además de las dificultades propias de aprender a funcionar en otra lengua, sus prejuicios y resquemores. Y si estos se enunciaron con más cuidado ante el profesor, se soltaban sin restricción alguna ante el resto de los colegas. Comentarios homófobos y racistas, al estilo de “el gobierno debería expulsar a todos los gitanos”, o “los gays pueden hacer todo lo que quieran en sus casas, pero andar de manos dadas o besarse en la calle no está bien”. Solamente yo y otro colega escocés parecíamos escandalizados ante tanta juventud y conservadurismo.

Es probable que a nuestro pasajero de enfrente tales opiniones no le hubiera hecho mucha gracia. Resulta imposible asegurarlo de manera rotunda, pero uno en aquella mañana de septiembre, camino a la capital húngara, alcanzaba a suponerlo. Apenas habíamos intercambiado un par de ademanes corteses; sin embargo, yo creía conocerlo de toda la vida.

III.

Gatos en Viseu, Portugal.
Cada viaje a Portugal implica algún trayecto por carretera. Nosotros preferimos el tren, pero hay ciudades, como Viseu -el lugar obligado de todas las vacaciones- que desde hace años perdieron su estación de ferrocarril y con ella la posibilidad de interconectarse de manera rápida a otras zonas importantes del país. Así que siempre terminamos rodando por la asombrosa red de autopistas portuguesas. Estas, financiadas con presupuestos de la Unión Europea, parecen haber sido concebidas para otros tiempos de bonanza.

En Portugal el auto privado sigue siendo un fuerte indicativo de estatus y los gobernantes de turno se ocuparon a finales de los 90 de crear una gran infraestructura vial para que todos la utilizaran cuando consideraran imprescindible moverse de un lugar a otro sobre cuatro ruedas. La estrategia discriminó el aumento de las líneas férreas y dió prioridad a la construcción de autopistas.  Sin embargo, con la llegada de la crisis en el 2008, conducir por las llamadas autoestradas se ha vuelto costosa para los choferes portugueses, por la cantidad de puestos de peaje que el gobierno ha instalado en aras de recaudar fondos para las exiguas obras públicas. Por eso existen hoy carreteras interprovinciales llenas de vehículos, mientras en las autopistas el tránsito es mucho menor que en los años de euforia y de mensajes triunfalistas que parecían parodiar aquel famoso lema de los años 50: Usted sí puede tener un Buick.

En los autobuses portugueses, lo mismo que en el tren, tampoco es fácil entablar una conversación entre pasajeros. Allí, como en el resto del mundo, los jóvenes permanecen indiferentes a todo lo que ocurre fuera de las pantallas de sus dispositivos, a excepción de las veces en que el conductor pasa inspeccionando tickets. Los menos jóvenes también se ocupan de emplear la duración del viaje en actividades que excluyan una conversación casual sobre cualquier tema. En tal contexto no es de extrañarse que uno termine como oyente involuntario de conversaciones de otros.

De todos los viajes recuerdo dos particularmente reveladoras, de esas que a la larga le sirven a los recién llegados para llevarse una idea bastante representativa de cómo anda el país. La primera ocurrió en un bus en la Terminal de Oporto, donde estuvimos retenidos cerca de veinte minutos cuando el chofer, al intentar salir del andén, no calculó bien la distancia entre su bus y el que estaba parqueado en el andén contiguo y terminó golpeando su espejo retrovisor, que cayó y se estrelló en el suelo. Entonces hubo que esperar porque lo reemplazaran, lo que puso de mal humor a un portugués residente en Francia, quien comenzó un discurso ácido contra el país y las autoridades. El hombre alegaba que por la demora iba a perder la conexión con el siguiente bus en una de las paradas del recorrido y cargaba contra la desidia de los trabajadores del transporte que permitían semejantes retrasos, cuando en Francia, desde donde había volado esa mañana, tales percances eran impensables.
Tranvía en el Barrio Alto, Lisboa.
A las críticas se le unieron otros viajeros para quienes el gobierno nacional no le merecía el menor respeto. Parecía el inicio de una pequeña revolución ciudadana en el reducido espacio del ómnibus. Por un breve segmento de todo el intercambio los pasajeros le dieron la razón al emigrante, mientras aportaban más anécdotas sobre lo mal que funcionaba el país en tiempos de crisis. El debate tal vez alcanzó un punto de no retorno cuando un anciana comenzó a quejarse también del rumbo que tomaba la nación y la comparó con los "mejores" años del pasado, cuando -según dijo- ella vivía en Angola y todo el país bajo una dictadura retrógrada, aunque claro, no mencionó este calificativo.  Luego el bus se puso en marcha y los participantes del debate fueron poco a poco regresando a los silencios habituales del viaje. Nadie más creyó oportuno continuar argumentando sobre otras cuestiones que en algún otro lugar, con lo polarizado que anda el mundo en octubre de 2016, serían calificadas de antipatrióticas.

En otro trayecto en guagua, esta vez desde Lisboa a Viseu, me sorprendió que nuestra vecina en el asiento de delante, no contestó su teléfono tras sonar dos veces a la salida de la Terminal de Siete Ríos. Fue minutos más tarde, cuando ya andábamos en plena autopista, bastante alejados de los límites territoriales de la Gran Lisboa, que la muchacha tomó el teléfono y marcó un número. “Padre”, saludó a alguien del otro lado y acto seguido contó un relato pesado e impactante, de los que te muestran la cercanía de un hecho sobre el que has leído desde la distancia de un reporte estadístico impersonal, pero con el que nunca te habías topado hasta ahora. La chica, al teléfono, le contaba a su padre que se había ido de casa, luego de una discusión con su novio o marido y que regresaba a vivir con ellos. Sin embargo, no era una simple discordia entre los miembros de una pareja. “Esta vez él fue muy lejos” decía la pasajera, ya entre las lágrimas y la vergüenza de tener que dar más detalles en un sitio carente de privacidad.

Mientras seguíamos impresionados el relato de la mujer, nos mirábamos tratando de pensar en alguna manera de darle apoyo. Aunque en el país los hechos de violencia de género no llegan a los niveles de la vecina España, también son comunes y en algunos casos, de consecuencias fatales. Creo que a nivel nacional prevalecen los dictados patriarcales, por lo que las mujeres suelen cargar con la culpa. Lo que al final nos sirvió de alivio fue intuir que la protagonista de esta historia contaba con una familia que, según indicaba la conversación que estaba teniendo con ellos, la iban a apoyar. No creo que las demás víctimas puedan decir lo mismo. De todas formas, nos hubiera gustado haber podido ayudarla a pasar el mal rato, hacerle saber que no estaba sola.

Y aunque la conversación por teléfono se extendió más allá del anuncio inicial que le había hecho a su padre, los minutos siguientes no aportaron muchos detalles más acerca de la situación que había vivido, aunque esos fueran lo menos que uno deseaba escuchar. Por suerte la atormentada pasajera fue recuperando la calma y cuando terminó de hablar parecía más resuelta. Imaginamos que viviría unas semanas difíciles, pero con la esperanza de que tal vez los días terribles habrían pasado. Fue entonces, en el primer alto del camino en Fátima, que la joven mujer bajó del bus hacia donde la esperaban sus familiares.

IV.

Costa sur inglesa en la distancia
No todas las conversaciones tienen que resultar imaginadas, algunas suceden espontáneamente. En el 2012 viajé por primera vez a Alemania, a la hermosa y acogedora ciudad de Heidelberg. Habíamos decidido previamente, de mutuo acuerdo con unos amigos franceses de la Lorena, que pasaríamos el fin de semana con ellos. Yo iría a una conferencia por dos días y luego me uniría a ellos viajando de Heidelberg a Karlsruhe, de ahí a Estrasburgo y luego hasta Sarrebourg, una pequeña ciudad cercana a Nancy. Helena viajaría directo desde Londres. Hice todas las reservas por Internet, primero el viaje en avión hasta un aeródromo en el sur alemán y luego los consiguientes trayectos en tren. Tenía ciertos temores antes de comenzar, que se resumían en el viaje hacia un país del que no dominaba la lengua, por más que muchos me calmaran diciendo que sería posible orientarme en inglés, que todo el mundo hablaría ese idioma.

Volé en Ryanair hasta lo que anunciaban como el Aeropuerto Internacional de Baden-Baden/Karlsruhe. Al final resultó ser una antigua base aérea norteamericana de postguerra que acondicionaron como terminal aérea, muy pequeña si se comparaba con otros aeropuertos continentales y, lo peor de todo, muy alejada de las dos ciudades alemanas que el vuelo aseguraba conectar. Quedaba en un punto medio de la nada, desde el que había que esperar por un autobús para trasladarse a cualquier núcleo urbano importante.


Por la ribera del Lago Lemán, Suiza.
En la cola para comprar el boleto del bus, me situé detrás de un estudiante que también venía de Londres. Cuando llegó al mostrador comprendió que se había olvidado de cambiar las libras esterlinas, de modo que no podía comprar su ticket, pues la cajera del buró de turismo no aceptaba tarjetas. Él se retiró a buscar un cajero automático, pero regresó frustrado a los pocos minutos, pues la terminal también carecía de tal servicio. Yo había comprado ya mi ticket, pero aún estaba cerca del buró revisando el itinerario de los buses, para asegurarme de que tomaría el indicado. Entonces, el estudiante se me acercó, me explicó su problema y me pidió si le podía comprar su ticket en euros, que él me pagaría la equivalencia en libras. Acepté, sin problemas, había notado que él hablaba alemán, cosa que yo no hacía, y que dominaba también la manera de conducirse en un terreno extraño para mí.

Entonces nos presentamos, de ahí supe que estudiaba Física y completaba su doctorado en Oxford, pero que había nacido en Frankfurt, donde sus padres habían emigrado desde Irán. No recuerdo su nombre, tal vez porque lo dijo demasiado rápido, pero sí que conversamos mucho mientras esperábamos por el bus y en el corto trayecto hacia una extraña estación de tren desde donde debí tomar un suburbano hacia la Hauptbahnhof de Karlsruhe.

Yo le hablé de mi investigación y de la ponencia que presentaría en Heidelberg y él también me explicó la suya. Supongo que le advertí que había estudiado Física en mi preuniversitario de Ciencias Exactas, en largas jornadas de experimentos y de resolver problemas y ejercicios complicados de un compendio elaborado por una autora soviética de origen judío: Valentina Wolkenstein, pero es muy probable que le haya confirmado el haber olvidado aquellas lecciones y fórmulas.

Él me comentó sobre su elección de Oxford y sobre sus deseos de regresar a Alemania, el país que consideraba su casa. Lo imagino ahora en algún puesto en un importante centro de investigación, pues además de inteligente y honesto, me sorprendió su nivel de resolución, su convencimiento de haber escogido la profesión con la que se sentía más a gusto.

Mientras intercambiábamos opiniones, el bus atravesaba el paisaje rural del sur germano, pasando por aldeas de construcciones casi perfectas, como de juguete. En algún momento le comenté a mi interlocutor mi desconcierto ante las vistas de nuestro recorrido. Sabía de la fama que acompaña a los destinos de Ryanair, la compañía aérea notable por usar aeropuertos que distan bastante de la ciudad que indica el vuelo, pero en esta ocasión, creo que se habían llevado el Premio Gordo.

Cuando llegamos a la estación de Rastatt y nos despedimos, cada uno para proseguir viaje en dos direcciones diferentes, ya habían desaparecido todos mis temores iniciales acerca de viajar hacia lo desconocido. El estudiante de Oxford me había dado indicaciones precisas, así que tomé el tren hacia Karlsruhe y en minutos estaba allí, a la espera del próximo tren a Heidelberg. Europa Central aparecía muy bien conectada, pensé mientras aprovechaba el acceso a Internet para comentarle a una amiga en Madrid sobre el éxito de haber llegado ileso. Ella y su marido, que nos habían visitado meses antes en Londres, me habían confesado su reticencia a moverse hacia otros destinos europeos, pues imaginaban que tendrían muchas dificultades para hacerse entender en inglés. Yo, por mi parte, les aseguraba ahora que todo era posible.


Dejando Lausana en 2005
Quiero imaginar que me esperan muchos viajes en el futuro. Sigo pensando que dejar los sitios en los que uno ha estado durante mucho tiempo hace bien al cuerpo y a la mente. Por supuesto, hablo de movimiento voluntarios, pues no hay nada más traumático que tener que abandonar por la fuerza el lugar donde se vive, donde uno ha echado raíces. Espero también que en los próximos trayectos, así vaya bien acompañado, encuentre pasajeros asombrosos, de esos con los que me gustaría entablar conversaciones reveladoras e inquietantes aunque al final estas solo ocurran en mi hasta ahora siempre activa imaginación.

(c) Fotos: Helena Soares

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En bici por La Ruta del Danubio (V) 1 Aug 2016 3:06 AM (8 years ago)

5ta Etapa: De Krems a Klosterneuburg


La salida de Krems resultó un poco complicada cuando no encontré los habituales cartelitos de la Ruta del Danubio y terminamos en una de las carreteras que daban a la autopista, en la que se advertía claramente que no podían circular bicicletas. Hubo que hacer el camino de vuelta hasta que a poca distancia aparecieron otra vez las indicaciones de la ciclovía.

No habíamos pedaleado mucho cuando advertimos a un grupo de ciclistas adelante que nos hacían señas para detenernos. A medida que nos acercamos descubrimos que había un tronco de regulares proporciones que bloqueaba el camino. Primero pensamos que había que desviarse, pero más cerca notamos que al otro lado del tronco yacía un hombre mayor, ataviado como ciclista, con un visible golpe en la cabeza y un largo hilillo de sangre que ya llegaba al otro lado del camino. A su lado alguien seguía instrucciones por teléfono, mientras otro trataba de reanimarlo. Intenté averiguar qué había pasado, pero no entendí la explicación que me dieron. Luego de desearles que el pobre hombre mejorara, continuamos viaje, aunque a pocos metros nos detuvo alguien que más tarde supimos era el médico y venía dispuesto a socorrer al accidentado. Le expliqué que estaría a unos cuantos metros en dirección contraria y que pensaba que su estado sería de gravedad. El hombre pareció darme la razón. Luego de avanzar durante unos diez, quince minutos escuchamos la sirena policial y nos topamos con una patrulla que se dirigía hacia el lugar de los hechos.

Todavía en estado de shock, sobrecogidos de que el último día de pedaleo comenzara con tan triste acontecimiento, casi no advertí que habíamos llegado a la estación de Altenwörth, por donde debíamos atravesar el río por última vez. Habíamos salido de Krems en la ribera norte y Klosterneuburg estaba situado en el sur. Antes de llegar allí pasaríamos por Tulln, otra de las pequeñas ciudades en el Danubio camino a Viena.

Sobre el anciano accidentado busqué información al llegar, pero no encontré nada. Sólo la semana siguiente apareció una escueta nota en un medio local. Hablaba del accidente, pero tampoco esclarecía muchos detalles. Por ella supe que el ciclista aún se mantenía en el hospital, que era vecino de Krems y que tenía 77 años.

La ciclovía en la ribera sur de aquel sábado estaba muy concurrida. Decenas de ciclistas pasaban en ambas direcciones. Era una mañana calurosa y muy soleada, el río continuaba a nuestro lado con su increíble continuo fluir. En Londres estaba acostumbrado a la presencia del Támesis, pero nunca en lo que recuerdo de mis paseos por el South Bank lo noté tan caudaloso como el Danubio.

Tulln, plaza central.
Tulln apareció enseguida en el recorrido. Tal vez alguien que haya hecho el trayecto pueda pensar que parecíamos miembros de cualquier equipo profesional en el Tour de Francia, pero en realidad siempre fuimos los primeros sorprendidos en alcanzar todas las metas en un tiempo tan corto y sin demasiadas síntomas de agotamiento. Antes de adentrarnos en Tulln y hacer la parada del almuerzo, Helena me había llamado para advertirnos que aquel sábado Viena estaría llena de visitantes, pues además del tradicional Desfile del Orgullo Gay, que este año también tendría un desfile anti-gay, la presidenta del Frente Nacional, Marine Le Pen estaba de visita en la ciudad, por lo que se esperaba una fuerte presencia policial y algo de muchedumbre.

Mientras tanto en Tulln, en la plaza principal, nada parecía perturbar la habitual imagen de la pequeña ciudad en un mediodía veraniego. Cerca encontramos otra taberna que también bullía de actividad y clientes. Allí nos quedamos para el almuerzo.

Salimos de Tulln en dirección a Greifenstein y otra vez en corto tiempo pasábamos el cartel que anunciaba la entrada a Klosterneuburg. Lo demás fue encontrar la pensión Salmeyer, donde debíamos dejar las bicis y luego retornar a la estación de tren por la que en minutos pasaría el suburbano que nos llevaría a Viena. Y sin en la bicicleta los tramos parecían cada día más cortos, sin dudas el viaje en tren superó las percepciones sobre las distancias. Solo una parada y ya estábamos en Nußdorf, técnicamente en el norte de Viena. Atrás quedaban cinco días de pedaleo e imágenes de verdor, valles y la reconfortante presencia del Danubio como compañero inseparable del trayecto.

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En bici por La Ruta del Danubio (IV) 25 Jul 2016 3:18 AM (8 years ago)

4. De Grein a Melk y luego a Krems.

Dejamos la Granja Kamleitner en una nublada mañana de viernes. Bajar aquellas pendientes boscosas fueron todo un ejercicio de caída libre. Al final hasta la distancia entre Schacherhof y Grein me pareció mucho menor que la recorrida el día anterior. Vimos un par de cafés donde desayunar, pero nos quedamos con el Café Willi’s, que también era panadería y servían semmels acabados de hornear. Minutos más tarde ya estábamos de vuelta en la ciclovía. El día continuaba nublado, aunque no parecía que nos iba a acompañar la lluvia de la segunda jornada.

Teníamos planeado llegar a Melk y pasar allí la noche, daría tiempo para que mis amigos visitaran la famosa abadía benedictina. Sin embargo, nuestro ritmo de pedaleo otra vez nos desbarataba todos los planes y a los pocos minutos ya estábamos cruzando hacia la ribera sur por el puente de Klein Pöchlarn. Era la sexta vez que atravesábamos el Danubio.

Llegamos a Melk casi al mediodía y fuimos directo a la abadía. Es curioso, de esta localidad austríaca procede el protagonista de la célebre novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa, Adso de Melk. Es quizás la única relación con la historia y la posterior película de Jean Jacques Annaud, aunque Marta me comentó que había leído blogs de otros que también habían realizado el recorrido que aseguraban que la película se había filmado allí.  Ya la había visitado el pasado año, habíamos llegado en auto y casi no nos habíamos movido del los alrededores de la abadía y su museo. Por eso pensé que Melk se reducía a aquella zona, no obstante, como esta vez entramos directamente por las calles del pueblo, descubrí un área de actividad muy diferente a la que había visto la vez anterior. El centro de la ciudad estaba muy animado, lleno de turistas.

Los amigos visitaron el museo y luego regresamos a la Wiener Straße donde recalamos en una restaurante italiano en un sótano de techos abovedados. Y mientras esperábamos por pizzas y fladenbrots  decidimos seguir rumbo a Krems antes que pasar en Melk el resto del día. La ciclovía nos llamaba, al parecer. De modo que salimos poco después del mediodía, confiados en que, a nuestro ritmo de pedaleo, llegaríamos al objetivo antes de que cayera la tarde. No teníamos idea de dónde pasaríamos la noche, pero sí confianza en que nos las arreglaríamos.

En la tarde nos esperaban las espectaculares vistas de la región del Wachau. Viñedos y campos de albaricoques acompañaban la ruta. Hicimos un alto en Dürstein, donde también encontramos a decenas de turistas, la mayoría norteamericanos e italianos. De todos los pueblos y ciudades que encontramos por el camino, este fue uno de mis preferidos. Estoy seguro que volveré a visitarlo con más calma, para subir a las ruinas romanas donde el famoso Ricardo Corazón de León estuvo prisionero a la espera de un rescate.

El resto del recorrido me pareció demasiado corto. En breve entrábamos en Krems, lo que nos demostraba que había sido buena la estrategia de no quedarse en Melk. Como urgía buscar un lugar para pasar la noche fuimos hasta el buró de turismo para preguntar sobre pensiones y hostales, las opciones más baratas. La empleada del buró fue muy agradable y nos dio la lista de los sitios que tenían habitaciones disponibles, pero nos aclaró que faltaban cinco minutos para cerrar. Salí a la calle a hacer un par de llamadas. Logré hablar con dos de los hostales de la lista, pero me informaron que ya no tenían vacantes. Y por supuesto, cuando volvimos ya el buró de turismo estaba cerrado, puntualidad austríaca.

Por suerte recordé que el camino había visto algunos hostales con banderines que anunciaban habitaciones disponibles. Solo era preciso regresar por el mismo camino. Llegamos a una en cuya puerta había visto previamente un cartel con un número de teléfono y que ahora estaba custodiada por una anciana de redecilla en la cabeza. Pregunté si tenía habitaciones disponibles o una tres personas. Nos dijo que sí y nos invitó a acompañarla para que la viéramos. Era perfecto lo que necesitábamos.

Resuelto el alojamiento nos quedaban unas horas para recorrer el centro de Krems, también lleno de calles adoquinadas y edificios antiguos. Cenamos en un sitio muy acogedor, la Gasthaus Jell, donde rápidamente y para alegría de las meseras agotamos dos botellas de un blanco (Domäne Wachau), por cuya fábrica habíamos pasado en horas de la tarde.


A la mañana siguiente durante el desayuno en la casa de huéspedes conversamos brevemente con el dueño, cuya mujer es mexicana y entre ambos administraban dos hostales en la ciudad. Él había vivido varios años en México hasta que decidieron regresar a Austria, por lo que hablaba perfecto español. Pagamos, nos despedimos y emprendimos la ruta que habría de llevarnos a Klosterneuburg, donde dejaríamos las bicicletas para que fueran devueltas a su clínica en Passau. Sería el último día del trayecto en el completaríamos los más de 300 kilómetros de la ruta.

Continuará

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En bici por La Ruta del Danubio (III) 22 Jul 2016 2:07 AM (8 years ago)

3ra Etapa: De Linz a Grein

Cuando Linz ya desaparecía del horizonte y el sol seguía imperturbable, comprendí quizás que esta sería una de las etapas más difíciles, sino la más, de todo el trayecto. La ciclovía apenas tenía elevaciones, por lo que el avance era más lento; además, teníamos el aire en contra. En una encrucijada, donde el camino se dividía entre Mathausen y Enns, hicimos un alto para preguntar a una pareja de abuelos que también andaban de recorrido.

El  hombre, con la inicial y esperada reacción de los locales, de total cautela ante un extranjero, me preguntó si no teníamos un mapa. Teníamos, le dije, pero confiábamos más en la experiencia de alguien que conocía la zona. El mapa, que era parte de la guía, había soportado estoicamente todo el aguacero de la jornada anterior y aún no se había secado del todo. Al interlocutor, al parecer, le gustó la observación porque agarró su mapa y se puso a explicarnos sobre las zonas más agradables que podríamos encontrar adelante. 

Cuándo nos preguntó de dónde éramos y se enteró que éramos cubanos, su actitud ya había pasado de escepticismo a amabilidad total. Se volvió para su mujer y le repitió que veníamos de Cuba, imagino que demasiado atolondrado por la sorpresa. Nos contó que eran de Burgenland, que pretendían completar el recorrido, pero que ya habían navegado el Danubio en varios cruceros, una vez desde Ámsterdam, en barcos que cubrían las rutas fluviales entre Holanda, Alemania y Austria, y otra vez a todo lo largo del río hasta el mismísimo delta en Rumanía. Nos recomendaron tomar la ribera sur donde encontraríamos lugares más interesantes.

Lo único que el trayecto se alejó un poco del río y a pesar de que seguíamos las señales del Donauradweg, nos tocó atravesar campos de trigo y remolacha y pequeñas aldeas de casitas cuidadas y pintorescas. Cuando nos detuvimos cerca de Enghagen, para leer lo que indicaba un cartel frente a una Gasthaus, alguien desde su auto nos preguntó si pensábamos llegarnos hasta Enns. Era una de las posibilidades de la ruta, pero como no había tenido tiempo de leer la guía en su totalidad la noche anterior, no habíamos decidido nada. Le respondí que no sabíamos. Entonces, para mi sorpresa, nos convidó a que fuéramos, que era una ciudad hermosa. Le agradecí y consulte con los demás; estábamos cerca de hacer un alto en el camino para comer algo y tal vez Enns sería una buena opción para descansar.

Enns, Stadtturm
Fue necesario desviarnos un poco, pero al cabo de unos veinte minutos ya estábamos entrando en la plaza central de Enns, coronada por la torre del reloj (Stadtturm). Cerca quedaban varios restaurantes, pero escogimos un café a pocas cuadras del centro en la Linzer Straße, una adoquinada vía de tiendas y pequeños establecimientos que evidenciaban el pasado medieval de la ciudad. El almuerzo, a sugerencia de la dueña, consistió en sándwiches y cerveza local. Enns resultó ser una parada agradable en un mediodía con mucho sol.

De vuelta en Enghagen tomamos el tercer ferry del recorrido. Este era más pequeño que el anterior, con un barquero mucho más simpático e histriónico, quien insistió en tomarnos una foto como souvenir del corto viaje de una ribera a la otra. Y de nuevo a pedalear junto al río. El viento había disminuido un poco, pero seguía siendo una jornada calurosa. 

Mientras avanzábamos andaba yo reflexionando un poco sobre los locales y sus actitudes. En Viena, al inicio de mi llegada, un par de encontronazos me habían puesto sobre aviso. Había aterrizado tras vivir casi diez años en Londres, cuando no se hablaba del Brexit y los londinenses, en apariencia, pasaban por apacibles y educados, por lo menos sabían pedir perdón. Los vieneses, por el contrario, se me antojaban bruscos y provincianos, a pesar de todo el pasado esplendor que emanaba la ciudad. No era el único que así pensaba, pues mis experiencias tenían mucho en común con las de mis colegas de los cursos de alemán y con par de amigos que llevaban mucho más tiempo en Austria y hasta con las de algunos austríacos, una amiga que vivió por años en Estados Unidos y una chica de Graz con la que coincidimos en un vuelo de regreso desde Lisboa. Lo que siempre me aclaraban era la diferencia que existía entre la antipatía y neurosis general con la que algunos vieneses se manifestaban en sus interacciones diarias y el modo más amistoso con el que se comportaban los demás habitantes de Austria. Los locales y sus actitudes incomprensibles, nuevamente añadían más datos a mi investigación en curso sobre sus modos y maneras de relacionarse.

En el Ferry hacia Ottensheim
El trayecto, hasta ahora, le iba dando la razón a quienes así opinaban. Ya andábamos cerca de la estación para ciclistas de Mitterkirchen y, por ende, no my lejos de nuestra meta del día: la pequeña ciudad de Grein. La estación estaba muy concurrida, una tienda-cafetería en el medio del camino invitaba a los del recorrido a hacer una parada y beber un par de cervezas. También nos detuvimos. Todavía no habíamos entrado en la zona del Wachau, famosa por sus viñedos, así que podíamos traicionar las recomendaciones de la guía y probar las no menos famosas cervezas locales.

Compramos tres y nos sentamos a beberlas con calma. Para llegar a Grein faltaba poco y al ritmo que pedaleábamos la distancia se acortaría mucho más. En un momento Marta fue al baño, a unas casetas al otro lado de la ciclovía por la que seguían pasando aventureros en ambas direcciones. Demoró un poco en regresar a nuestra mesa, pero casi no lo advertimos de tan entretenidos que estábamos con la conversación y la cerveza, hasta que nuestro vecino nos advirtió en inglés que nuestra amiga tenía problemas en el baño. Al parecer la puerta se había trabado y Marta no podía abrirla desde dentro. Ángel fue a tratar de ayudar, pero no pudo, tampoco logró abrirla un abuelo gigante que atacó la manilla de la puerta como si se tratara de su peor enemigo. Por suerte ya la mujer de la cafetería venía con la llave y pudo destrabarla. Vimos aparecer a Marta con cara de susto, pero sana y salva. De vuelta a la mesa, pasado el mal rato, le escuchamos al abuelo gigante decirnos en tono de aparente regaño: es la primera vez que algo así nos ocurre. “Siempre hay una primera vez para todo”, quise decirle en alemán, pero no estaba seguro de qué manera lo iba a interpretar. Lo vimos desaparecer rumbo a la cafetería y nos olvidamos brevemente de él y su comentario, hasta que apareció con un helado para Marta, cortesía de la casa.

Dejamos Mitterkirchen con el recuerdo de una historia que bien podría resumir las aventuras de nuestro trayecto con respecto a los locales. Sin embargo, sólo estábamos completando el tercer día y en los que restaban todavía podíamos experimentar más de una ocurrencia.

A la entrada de Grein
Pocos metros antes de la entrada a Grein, desde una colina donde se veía casi la totalidad del pueblo, me pareció este muy atrayente. Como punto de anclaje en la ruta de los cruceros del Danubio, aquella tarde exhibía una actividad que no habíamos notado en los demás asentamientos del recorrido, ya fuera por la lluvia o la velocidad con que atravesamos aquellos en los que no nos detuvimos.

Allí debíamos quedarnos en un apartamento situado en la granja de la Familia Kamleitner, donde había reservado una habitación. Los había encontrado en una página de la Asociación de Turismo de la Región y había chequeado su localización en los mapas de Google, pero no en una foto del satélite. La granja aparecía un poco alejada del centro de Grein, sin embargo el pueblo no parecía demasiado extenso como para que nos preocupara la distancia.

Lo que sucedió fue que desde nuestro punto de parada, en el centro del pueblo, no encontraba de ninguna manera la calle Donaulände que debíamos tomar para encaminarnos hacia los Kamleitner. Pregunté a un par de ancianas que me miraron extrañadas antes de responderme categóricamente que no existía ninguna calle con el nombre que yo había dicho. Cuando les mostré la imagen del mapa en el móvil me aclararon también en tono de “eso-debería-saberlo” que con ese nombre sólo podía tratarse de la senda de bicicletas al lado del Danubio, la misma por donde habíamos llegado a Grein.

De manera que para evitar errores, decidí llamar a la señora Kamleitner y preguntarle por la mejor dirección para llegar a sus dominios. Del otro lado del teléfono ella se ofreció a llevarnos y aunque le aclaré que éramos tres con igual número de bicicletas, ella me respondió que no sería un problema, pues tenía un bus en el que cabíamos todos. Y era cierto, se apareció en su minibus en el que acomodamos las bicis no sin antes provocar en nuestra anfitriona una expresión de asombro cuando se enteró que veníamos de Cuba. Intrigados por la necesidad del bus, pregunté si la granja quedaba a gran distancia de donde estábamos. No es muy lejos, nos dijo nuestra chofer, pero sí muy alto.

Schacherhof
Cuando avanzamos unos pocos metros ya casi alcanzábamos los límites de Grein. Más adelante nos topamos con el tradicional cartel con el nombre del pueblo atravesado por una línea roja. Nosotros ascendíamos, a un lado y al otro nos saludaban árboles demasiado altos y en un punto del camino observamos la destreza de una liebre cruzando la carretera.

La Granja de los Kamleitner quedaba en la punta de una loma. Allí, flanqueada por corrales de vacas y caballos estaba la casa principal y a un lado el antiguo granero, reconvertido en casa de huéspedes. Dentro encontramos un apartamento de dos pisos y el confort que tal vez le faltaba a muchos hoteles de 2 y 3 estrellas que había visto en los días previos cuando buscaba información sobre alojamiento en la ruta del Danubio. Desde la ventana, Grein se divisaba en la lejanía, a mucha más distancia de la que había imaginado.

Antes de instalarnos nuestra anfitriona nos preguntó si habíamos cenado, pues cerca había otra casa de huéspedes donde preparaban comidas. Así que desempacamos, nos bañamos y cuando bajamos listos ya para explorar los senderos más rurales de Schacherhof, la señora Kamleitner nos informó que su vecina no abriría el hostal esa tarde, por lo que ella nos llevaría al pueblo al lugar que eligiéramos y cuando termináramos la podíamos llamar y ella nos recogería para traernos de vuelta a la granja. Me pareció que era demasiado, pero ella nos aclaró que ya más de una vez lo había hecho así con otros huéspedes. Tomamos otra vez el minibus para cenar en una típica cervecería de la Alta Austria.

A la mañana siguiente los Kamleitner nos propusieron desayunar, pero con tantas atenciones la tarde anterior declinamos la oferta de la mejor manera posible. Tampoco aceptaron que les pagáramos más por todos los viajes de ida y vuelta a Grein.

Continuará

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En bici por La Ruta del Danubio (II) 20 Jul 2016 3:11 AM (8 years ago)

2da Etapa de Inzell a Linz.

Salimos temprano luego de un desayuno extraordinario en el Gasthof de la familia Steindl, pero amanecimos con lluvia y frío, como si el sol del día anterior hubiera sido un espejismo. El trayecto se asemeja mucho al de la primera jornada, laderas boscosas a un lado y al otro del Danubio. Por el camino nos encontrábamos con otros grupos de ciclistas que parecían ir mejor preparados que nosotros, al menos para un clima como el de aquella mañana.


Luego de recorrer un tramo de aproximadamente unos 8 kilómetros la geografía cambió y el paisaje se tornó más llano. Seguía lloviendo, tal vez por eso no nos detuvimos en Aschach, un pintoresco pueblo de decenas de restaurantes y cafés con terrazas que daban al río. Imagino que estén muy concurridos en las tardes y noches del verano austríaco.

El próximo pueblo en el recorrido, Ufer, era también el punto donde debíamos tomar otro ferry, mucho mayor que el anterior y preparado hasta para transportar automóviles. De manera que seguimos hasta la entrada de Wilhering para una breve visita a su Abadía Cisterciense. Pero tras consultar con un amable local, este nos recomendó regresar a tomar el ferry, pues la ciclovía era más segura por la otra margen del Danubio y si continuábamos por donde veníamos tendríamos que tomar la carretera regular y allí el tráfico sería muy peligroso para tres ciclistas.

Ottensheim en la otra ribera
Así lo hicimos y tras el cruce en la plataforma de Ufer continuamos por la ribera norte. Dejamos Ottensheim cuando ya casi era mediodía y otra vez faltaba muy poco para cumplir con la meta del día. La velocidad se la debíamos a Marta, que llegó en mejor forma que nosotros, tras sesiones diarias de gimnasio y yoga. Poco más de una hora después del cruce arribábamos a Linz, capital del estado de Alta Austria y donde habríamos de pasar la noche, esta vez en un pequeño apartamento que habíamos reservado por Airbnb. Quedaba justo en la Hauptstraße, a poca distancia del Puente de los Nibelungos, muy cerca también del Ars Electronica Center, todo un orgullo de la arquitectura local.

Linz, Alta Austria.
No tenía muchas expectativas sobre Linz. Alguna vez leí que era una de las preferidas de Hitler y confieso que seguramente tal vínculo me había prejuiciado en su contra. En el corto paseo que dimos, tras de instalarnos y descansar, me atrevo a decir que descubrimos una ciudad tranquila, algo más provinciana que Viena, pero con ciertas huellas de un pasado esplendoroso. Por un descuido me olvidé de investigar algún sitio donde degustar la famosa Tarta de Linz, así que nos quedará para una próxima visita.

Catedral de Linz
De vuelta a nuestro apartamento en la Hauptstraße nos esperaba una comida ligera, un buen vino y la posibilidad de un descanso. Sin embargo, la cercanía de la universidad le arrebató a nuestra noche cualquier viso de la tranquilidad. Afuera los estudiantes estaban de fiesta o tal vez nos tocó hospedarnos en la zona más concurrida de la noche linciense, pues la algarabía apenas amainó hasta bien entrada la madrugada.


Al día siguiente, tras un desayuno para campeones, nos esperaba otro de los tramos más largos del recorrido que habíamos elegido. Salimos lo más temprano que pudimos, aunque a esa hora ya el sol estaba instalado en su puesto de observación privilegiada y parecía dispuesto a castigarnos con sus rayos durante la mayor parte del trayecto. Dejamos Linz con la certeza de que sería la mayor ciudad de toda la ruta. Muchos de los que la han hecho le dedican uno o dos días, tal vez le encontraron mayores atractivos. Nosotros, a dos días de recorrido y todavía pensando en los kilómetros que restaban, no le dedicamos mucho tiempo.

Continuará

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En bici por La Ruta del Danubio (I) 18 Jul 2016 4:06 AM (8 years ago)

La posibilidad de hacer la Ruta del Danubio surgió de una conversación con mis amigos Marta y Ángel hace casi un año, cuando los invitamos a conocer la ciudad donde vivimos. Ya había oído hablar de la ruta, pero no se me había ocurrido hacerla, más por cuestiones de logística que por cualquier otro motivo.  Para empezar tampoco tenía bicicleta, pues la que compré en segunda mano a principios del 2015 se la había regalado a alguien que la necesitaba más que yo, días antes de nuestra segunda mudanza.

Mis amigos, entonces, se ofrecieron para ayudar con el alquiler de las bicis y antes de que aterrizaran en Viena desde Madrid, estuvimos unas dos semanas coordinando posibles etapas, lugares por visitar y de alojamiento. Planeamos 5 días de pedaleo y fijamos la fecha para el 14 de junio. Viajaríamos en tren desde la capital de Austria hasta una de las primeras ciudades alemanas tras pasar la frontera, Passau. Luego allí iniciaríamos el camino de vuelta en bicicleta.

1ra etapa: de Passau a Inzell.

Saliendo de Passau rumbo a Inzell
Passau es una pequeña ciudad bávara situada en la confluencia de tres ríos, por eso la han llamado la Venecia germánica, aunque estoy seguro de que la lista de localidades similares en el vecino país es demasiado larga. Casi todas las grandes ciudades alemanas se asientan en las márgenes de un gran río.

Salimos bien temprano desde la Estación Central y tras cambiar de tren en Linz, arribamos cuando faltaba media hora para el mediodía. Luego de probar un desayuno típico, al menos así lo anunciaba el café cerca de la estación donde paramos, comenzó a molestarnos una inoportuna llovizna, que nos acompañaría en el breve trayecto hacia la Fahrrad Klinik de Matthias Drasch, donde debíamos recoger las bicicletas.

En un punto de la caminata pasamos por el edificio de la Alcaldía, la común Rathaus de los pueblos germánicos y la vista del otro lado, en la que podía observarse y la ribera del Danubio, me recordó a un paisaje similar visto en Heidelberg, en el que fue mi primer viaje a Alemania en el 2012. Como en la ciudad del Neckar, el río forma una garganta y uno tiene la fugaz impresión de que está en el fondo de un paisaje que otros miran desde la altura.


La recogida de las bicis fue ordenada y rápida, lo justo para iniciar una ruta para la que veníamos preparados, pero quizás nunca pensamos que comenzara tan pronto. “Crucen el puente y a la derecha”, nos dijo Matthias, las indicaciones que debe estar acostumbrado a dar. Y en efecto, luego de cruzar el puente, a unos pocos metros de la carretera principal comenzaba la ciclovía famosa que nos iba a acompañar durante toda la semana.

Passau quedó atrás con nubarrones en el horizonte. Habíamos leído más de una crónica sobre el recorrido y todas mencionaban la posibilidad de un aguacero. Sin embargo, luego de pedalear los primeros kilómetros el cielo continuó algo nublado, pero la lluvia dejó de importunarnos.

Nuestro objetivo estaba a poco más de 42 kilómetros de la ciudad que acabábamos de dejar. Nos parecía la distancia ideal para el primer día. En la ruta teníamos ya compañeros, otros que, como nosotros, con las bicis y sus alforjas, pedaleaban rumbo a Viena, o quizás más lejos aún, pues existen rutas que llegan a Bratislava y a Budapest.

En esta primera etapa la vía se adentraba por bosques y el río aparecía siempre como un indicativo de cercanía y certeza. La ciclovía está muy bien señalizada, con pequeños recuadros que anuncian el Donauradweg y señales en el suelo y en algunas zonas donde el trazado se interrumpe. Creo que es difícil perderse, aunque conviene estar pendiente de los pequeños letreros, pues en ocasiones hay que desviarse del trayecto más seguro y cruzar tramos de carretera regular.

Cuando apenas faltaban pocos kilómetros para el objetivo, hicimos una parada en una de las casas de huéspedes/tabernas del camino. Comprobamos en el mapa que casi estábamos llegando al meandro de Inzell, por eso valía la pena disfrutar de unas cervezas. A esa hora el cielo de Alta Austria se había despejado y el sol mostraba toda la gama de verdes de la ribera más boscosa del Danubio.

Las cervezas, como diría un amigo londinense, experimentado ciclista, son un buen combustible para pedalear. De manera que en muy poco tiempo ya estábamos en la orilla opuesta a Schlögen a la espera del pequeño ferry que nos cruzaría al otro lado. Sería el primero de los varios que tomaríamos durante el trayecto, pues dependiendo de la senda que uno tome y de los pueblos que quiera visitar, cuando no existen puentes en el camino hay que auxiliarse de estos barcos que probablemente lleven siglos como socorrido medio de transporte fluvial.

Desembarcamos en Schlögen y con las bicis de vuelta en el asfalto comenzamos otra vez a pedalear, pensando que la Gasthof zum Heiligen Nikolaus, donde habríamos de pasar la noche quedaría mucho más lejos del punto en el que habíamos cruzado el río. La encontramos enseguida, un típico chalet de techo alto, al lado de un moderno granero donde quedarían las bicis. Estábamos, eso sí, en el medio de la nada, con el río a unos pocos metros y la naturaleza por los cuatro costados. Apenas había señal de móvil.

Instalados ya en una muy confortable habitación, comprobamos que aún nos quedaba gran parte de la tarde y esta se había tornado demasiado atractiva como para quedarse en la cama hasta la hora de cenar. Cuando desembarcamos en Schlögen, habíamos conversado con unos turistas españoles que conocían la zona y nos hablaron de un mirador en la cercanía al que se llegaba subiendo por senderos en una loma. Así que decidimos salir a explorar y caminamos de vuelta al embarcadero.

Vista desde Schlögen
El camino al Mirador carecía de señales claras y aunque el sol seguí allí en su sitio, los trillos de la subida no habían perdido la humedad. Además, llegado un momento en el ascenso no apareció ninguna señal hacia dónde seguir, por lo que hubo que abrirse paso entre piedras afiladas cubiertas de musgo. Pensaba en lo diferente que son las reglas de seguridad en las distintas naciones, pues no me imaginaba un lugar así en Inglaterra, el país de las regulaciones sobre salud y protección.

Meandro de Inzell
Llegamos a un punto bastante alto donde pudimos apreciar el llamado Meandro de Inzell. Por suerte el descenso demoró menos y terminamos en la amplia terraza del Hotel Donauschlinge. Las vistas del río eran espectaculares. Por allí pasaban los cruceros, verdaderas plataformas de terrazas y habitaciones que hacen diversos recorridos a lo largo y ancho del Danubio. El primer día de bici casi llegaba a su fin y nos alegraba que no estuviéramos tan cansados como habíamos imaginado.


Regresamos a nuestro chalet austríaco. Lo había descubierto en Internet y en su sitio web aparecía una foto de los propietarios, una familia vestida al más típico estilo nacional. Sin embargo, cuando llegamos había escuchado a la que sería nuestra casera hablar en ruso con unos niños a los que supervisaba. A la hora de la cena comprobé que no solo ella, sino la mayoría del personal de servicio también provenían de Rusia. Me lo confirmó cuándo le pregunté. ¡Qué curioso!, pensé, allí en el medio de la nada, en la Alta Austria, un grupo de paisanos de Pushkin.

Continuará

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